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'Black Panther': Marvel hace las paces con la comunidad afrodescendiente

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Los blancos estamos invitados a la fiesta... pero solo como acompañantes

víctor parkas

16 Febrero 2018 06:00

Poco antes de que T'Challa, Black Panther, fuese un inminente brillo en los ojos de sus creadores, Huey Newton y los suyos, los auténticos Panteras Negras, patrullaban armados las calles de Oakland, California. Con su presencia, y la de sus fusiles, frenaban los crecientes episodios de violencia policial que, siempre contra sus hermanos, venían sucediéndose en la ciudad. Tan solo un año más tarde, Newton sería encarcelado, acusado de matar al agente John Frey.

Casi de forma sincrónica a su constitución como formación política; al cambio de sus fusiles por banderas con el logo del Partido Pantera Negra, Stan Lee y Jack Kirby, dos judíos de Nueva York, presentaban a un nuevo personaje en el #52 de Los Cuatro Fantásticos: Black Panther, rey de la ficticia Wakanda, el primer personaje africano del Universo Marvel. Pronto, pasaría a formar parte de la plana mayor de los Vengadores.

Aunque a mediados de los sesenta el término no estuviese tan en boga, Black Panther puede considerarse, si enfrentamos el origen afro del personaje con las raíces semitas de sus autores, un ejercicio de eso que hoy llamamos apropiación cultural. Aunque su creación sirvió para visibilizar a un colectivo marginado dentro del cómic superheroico, dicha visibilidad tuvo como contrapartida colateral un blanqueamiento continuo de T'Challa que se dilató a lo largo de las décadas.

Black Panther: The Client (Marvel Comics, 1998)

En The Client, una de las novelas gráficas más recordadas del personaje, veíamos a las Dora Milaje, esa mezcla ultra-cool entre escolta y guarda pretoriana que acompaña a T'Challa, luciendo largas melenas de cabello liso. Si para la comunidad afroamericana el pelo ha sido popularmente un campo de batalla –alisarlo era ceder ante los cánones de belleza blanca–, la decisión estética del dibujante Mark Texeira no era menor.

Dos décadas después de que The Client llegase a las librerías especializadas, Black Panther (Ryan Coogler, 2018) llega a los cines, y lo hace, en gran parte, para saldar una deuda histórica: la de devolver al personaje a sus legítimos propietarios, la comunidad afrodescendiente que lo inspiró y que, ahora, tiene la oportunidad de timonar sus aventuras –tanto Coogler como su co-guionista Joe Robert Cole son afroamericanos.

En la crítica que Peter Travers dedica a Black Panther en Rolling Stone, se entona un “no habéis visto algo así en vuestra vida”. No alardea: no habéis visto algo como Black Panther en vuestra vida. Y no lo habéis visto porque os lo han negado: no ha sido hasta que Marvel ha dejado trabajar sobre el personaje y su universo a aquéllos que mejor lo entienden cuando éste, T'Challa, ha podido brillar como nunca antes lo había hecho.

Black Panther (Ryan Coogler, 2018)

Si Capitán América: Civil War presentó e introdujo al T'Challa de Chadwick Boseman en el MCU (Universo Cinematográfico de Marvel), Black Panther sirve para desplegar las peculiaridades de su cartografía: la utopía afrofuturista de Wakanda funciona como exótico escenario a la película, pero también como objeto de deseo. Black Panther, su rey, verá como Erik Killmonger (Michael B. Jordan) vendrá a disputársela, y con ella su trono.

Como siempre que el control de un territorio es objeto de pugna, las razones hay que buscarlas en el subsuelo. El petróleo de Wakanda lleva el nombre de vibranium, un material de origen extraterráqueo del que, por razones prosaicas, solo disfrutan los mismos wakandianos –y, a vueltas con la cultural appropiation, superhumanos como el Capitán América, cuyo escudo está fabricado con este singular material.

Frente al vibranium, tres posturas: la de T'Challa, que, con sentido de la responsabilidad y espíritu proteccionista, opta por no compartirlo con el mundo exterior; la de Kilmonger, hijo de un wakandiano exiliado, que cree que el material servirá a los afrodescendientes del mundo a sublevarse; y la de, finalmente, Klaue (Andy Serkis), un criminal que solo piensa en lo único que es capaz de pensar el hombre blanco que toma algo al pueblo negro. Hacer negocio, claro.

De esta forma, el vibranium se antoja, de forma nada velada, una alegoría a la cultura hip hop y a las distintas sensibilidades que participan de ella.

De la misma forma que el rap es un estilo que acoge en un mismo seno a personalidades con posturas enfrentadas –los puristas que se niegan a abandonar el underground, los integrados que aceptan convertirlo en el nuevo pop, los blancos advenedizos que se atreven a practicarlo–, el vibranium, como regalo que excede comprensión y atmósferas humanas, también es motivo de conflictos entre los personajes de Black Panther.

Lo es, mientras los beats de Kendrick Lamar, desde All the Stars a Pray for Me, hacen de la cinta de Coogler una experiencia que excede lo puramente cinematográfico.

En lo que respecta a lo narrativo, Black Panther es la primera película Marvel en que héroe y villano no parten de posturas maniqueas, sino de marcos teóricos distintos. Las razones de T'Challa son tan nobles como las de Killmonguer y, a la hora de localizar problemas, sus diagnósticos son coincidentes –los dos conocen la opresión que sufren los suyos. Es en el matiz, las hojas de ruta, los atajos, las recetas, dónde surge el desencuentro entre ambos y, con éste, los golpes de estado.

Si la lucha para defender y arrebatar coronas queda relegada –así es casi siempre– al plano de la testosterona, el plantel femenino de la película es otro de sus grandes músculos. Lupita Nyong'o, Danai Gurira, Letita Wright o Angela Basset hacen que la diversidad de Black Panther sea interseccional: nunca habíamos visto a tantas mujeres en una película de superhéroes, nunca las habíamos visto luchar con esa fiereza, y nunca querríamos volver a prescindir de ello.

Black Panther (Ryan Coogler, 2018)

Black Panther abruma como solo lo hacen las productos pioneros; el film lo es tanto como lo fue Alien en 1979 o Matrix en 1999; su pintura huele, de forma intensa, a nuevo. Si proyectar su importancia dentro del cine de género es aparentemente sencillo, no lo es tanto imaginar el impacto que la película supondrá para toda una generación de niñas y niños racializados que, por primera vez, se verán consumiendo un blockbuster superheroico desde una óptica aspiracional.

A cambio, el precio es ínfimo, el público caucásico esta vez solo puede arrojar su empatía contra el canalla –Klaue– o contra el hombre-común-en-circunstancias-extraordinarias –Everett K. Ros. Es este último personaje, interpretado por Martin Freeman, con quién es más sencillo verse reflejado: su discurrir abrumado y superado por los parajes de Wakanda es el nuestro al ver la película. Porque Black Panther es la mejor fiesta del año, sí.

Pero ésta vez, ojalá siente cátedra, nosotros asistimos en calidad de acompañante.

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