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'Isla de Perros' es la propuesta más radical de Wes Anderson

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Así es la compleja nueva película de Wes Anderson

víctor parkas

20 Abril 2018 06:00

Isla de perros es como ese niñato en esmoquin que viene a recoger a tu hija para llevarla al baile de fin de curso: te revienta las entrañas, pero has de reconocer que tiene un aspecto estupendo. Reconozco la licencia: yo no tengo ninguna hija, ni tampoco vivo en un lugar dónde se estilen los bailes de fin de curso. Nunca me emborraché con ponche, ni formé parte de una fraternidad universitaria. La retórica es adquirida, y la adquirí viendo películas que yo no pedí ver, escuchando discos que yo no pedí escuchar. La cultura estadounidense se impuso y se impone a la mía, a la tuya, al resto, con fiereza colonizadora, serie a serie, canción a canción, film a film. Isla de perros también forma parte de ese asedio, aunque no es eso lo que la hace relevante: la nueva película de Wes Anderson ha servido para abrir un melón que lleva largo tiempo una nevera de Los Ángeles.

¿Tiene derecho Hollywood a utilizar la cultura japonesa para saciar apetitos meramente estéticos?

Isla de perros discurre en Japón como podría discurrir en cualquier otro lado, y lo que discurre en ella es: tras una epidemia canina que amenaza con contagiar a la población humana, los canes de Megasaki City son recluidos en una ínsula con aspecto de vertedero; una isla de perros. Atari Kobayashi, un pequeño de 12 años tutelado por el alcalde responsable de esta polémica medida, viajará hasta la isla para tratar de encontrar a su añorado perro Spot. Todo eso, en un stop-motion deslumbrante y con las voces de Bryan Cranston, Frances McDormand, Edward Norton, Greta Gerwig, Bill Murray, Yoko Ono y Ken Watanabe. A ratos western, a ratos distopía sci-fi, entre el cine de yakuzas y la animación polaca, Isla de perros viene a encandilarte y te encandila; formalmente, es un Wes Anderson perfecto.

La sombra de la apropiación cultural, sin embargo, lleva sobrevolando Isla de perros desde que ésta se proyectase, por primera vez, en la Berlinale. Para sus detractores, es clave el hecho de que Anderson decida, ya no trasladar la acción del film a Japón, sino direccionar nuestra empatía enfocándola, únicamente, hacia los personajes angloparlantes, todos ellos perros –como excepciones, la activista Tracy Walker (Gerwig) y la intérprete Nelson (McDormand). Aunque la barrera del idioma sirva a Anderson como licencia dramática –el espectador puede acceder a las inquietudes de los perros sin que éstas sean reveladas a los humanos de la cinta– ésta tampoco se explota con finalidades narrativas. Animales y humanos podrían haber discutido de postestructuralismo en la cinta, e Isla de perros continuaría siendo Isla de perros.

Así que, ¿apropiación cultural? Desde luego: la misma que Yakuza de Sidney Pollack y la misma que Kill Bill de Quentin Tarantino. Wes Anderson, con derecho o no a hacerlo, está regurgitando un cine que ama y reverencia. En Isla de perros hay recovecos del chambara clásico, de Kurosawa, de Los 7 Samuráis, pero también del Zatoichi de Takeshi Kitano. Su tono está perfectamente calculado para resultar demasiado naïf al cenizo, y demasiado pasado de vueltas al infante; igual de Zebraman, The Great Yokai War o JoJo's Bizarre Adventure, esas psicotronías para todos los públicos del hiperbólico Takashi Miike. Como paisaje sonoro, Kaoru Watanabe, Toruko Akatsuki o la Toho Symphony Orchestra conviven con Alexandre Desplat, David Mansfield o The West Coast Pop Art Experimental Band.

Si los vicios de Isla de perros tienen implicaciones políticas, sus virtudes no podían ser menos.

Wes Anderson ha creado una fábula antiespecista, en la que animales y humanos comparten categoría, no por tener el poder del verbo, sino el de organizarse, si quieren, de forma horizontal. Los perros de Wes Anderson, sí, son asamblearios, y toda decisión que toman ha de ser refrendada por una mayoría antes de llevarse a cabo. Isla de perros tiene, así, una traslación literal del constructo 'animal político', funcionando, además, como crítica al modo de legislar sobre aquellos asuntos que afectan directamente a especies que un legislativo considera inferiores. Fantástico Sr. Fox, el otro escarceo de Anderson con el stop-motion, utilizaba animales para hablar de problemáticas humanas; en aquel caso, la especulación inmobiliaria. Isla de perros, en cambio, utiliza animales para hablar de problemáticas que les amenazan directamente a ellos.

La animación parece ser la trinchera desde que Anderson consigue firmar sus títulos más radicales, desde dónde logra escapar de la vacuidad que, junto a fans y haters, parece perseguirle desde Bottle Rocket. Isla de perros plantea algunos problemas, sí; pero, por lo menos, esos problemas han dejado de reducirse a qué papel de pared pega con qué cómoda. Lo último de Wes Anderson cabalga luego y gracias a los ladridos que la cuestionan, pero proponiendo más desafíos de los que prometía en un inicio. Isla de perros, de este modo, no solo es ese terruño anómalo que da nombre a la película, sino también una topografía extraña en la filmografía de su director. Un reducto en el que –así lo han decidido los canes, en asamblea– hará sol, y lo hará de forma permanente.

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