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“Esto es un payo que nos hace perder el tiempo con sus chistes de mierda”

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“Esto es un payo que nos hace perder el tiempo con sus chistes de mierda”

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/OPINIÓN/ “Ya no se pueden hacer chistes de gitanos”, mentía, Rober Bodegas. Lo que ya no puede hacerse es pensar que la libertad de expresión sigue siendo el coto privado del blanco que trabaja “de guionista en la tele”

“Ya no se pueden hacer chistes de gitanos”, lamenta Rober Bodegas sobre el escenario de Comedy Central. “Yo trabajo de guionista en la tele y desde hace unos años, cada vez que alguien escribía un chiste de gitanos, llegaba una carta sorprendentemente bien escrita”, arrancan las primeras risas del público, “pidiendo que no se hiciese eso más”.

La mitad de Pantomima Full continuaba: “Ellos han pedido que no hagamos chistes y lo estamos cumpliendo. Nosotros les hemos pedido que vivan acorde a nuestras normas sociales y ellos, supongo, necesitan tiempo”. Bodegas, añadió, no haría chistes de gitanos esa noche. “Pero yo, como payo, puedo hacer chistes de payos”.

“Esto es un payo que va conduciendo, lo para la guardia civil y el coche es suyo”, arrancan los primeros aplausos. “Esto es un payo que va por un polígono por la mañana y no vende droga”, más aplausos. “Esto es un payo que el día de su boda no le mete un pañuelo por el coño a su mujer y, de hecho, espera que ésta tenga algo más de trece años”.

Entre las múltiples crisis que vive hoy la masculinidad, el macho de clase creativa parece haber encontrado su particular kryptonita en los márgenes que acotan los límites del humor. Esa idea es troncal en el monólogo de Bodegas: el retazo de stand-up es una pataleta sobre la imposibilidad de reírse de una comunidad con menos recursos que la suya.

Por supuesto, la imposibilidad es sorteada: Rober Bodegas escupe chistes cargados de racismo, sin complicidad ninguna con el sujeto de los mismos, sin atisbo de estar tomando una posición en la que se sienta incómodo. Es gitanofobia pura, sin cortar, sin distanciamiento con respecto al discurso que enarbola.

Gitanofobia y —doble mortal— gitanofobia de género: que no falte el chascarrillo sobre la prueba del pañuelo con una niña de 13 años como secundaria de tu puto chiste.

“Ya no se pueden hacer chistes de gitanos”, mentía, Rober Bodegas. Lo que ya no puede hacerse es hablar de gitanos robando coches y vendiendo droga esperando de los propios gitanos el silencio y la cabeza gacha. Lo que ya no puede hacerse es pensar que la libertad de expresión sigue siendo el coto privado del blanco que trabaja “de guionista en la tele”.

En un comunicado sorprendentemente mal escrito, Bodegas contestaba a la polémica suscitada por su stand-up con un “a mí”, sin acento en el original, “no me ofende ningún chiste, ya ataque a mi procedencia, físico, valores o creencias”. El problema, de nuevo, se trasladaba a los otros. Los que roban coches. Los que venden droga en polígonos. Los que no se adaptan a nuestras normas sociales.

Borrado por deseo expreso del humorista según reza su comunicado, el monólogo está teniendo una segunda vida resubido por Mono Terrorista. Primer reply: “Supongo que (los gitanos) se van adaptando a la sociedad moderna: ahora usan el móvil robado para ofenderse por Internet”. Segundo reply: "¿Etnianos entrando a Twitter? ¿Qué será lo siguiente? ¿Trabajar? ¿Pagar impuestos?”.

“Yo creo que el humor no ha de tener límites”, me decía Jordi Costa semanas atrás, “pero no está de más fijarte en quién te ríe las gracias”. Cuando tu material tiene el potencial para agradar a Pablo Casado, a Santi Abascal, a los que mientras escribo esto levantan la zarpa en el Valle de los Caídos, el problema a gestionar es bastante mayor que una tarde de backlash en Twitter.

Ojalá invocar a Pablo Casado fuera un giro retórico: el “entiendo y asumo que la provocación forma parte de mi trabajo” del comunicado de Bodegas entronca perfectamente con el "no es posible que haya papeles para todos, aunque decirlo sea políticamente incorrecto" del secretario general del PP. Cuando la incorrección política se convierte en estrategia de campaña —Casado, Trump, Salvini—, los chistes racistas dejan de ser chistes. Los chistes racistas, hoy, son propaganda electoral.

El problema particular con la gitanofobia en España, sus expresiones, su impunidad, es la dificultad de homologarla a cualquier otro tipo de opresión racial en el globo. Imaginar a un humorista norteamericano de raza blanca eructando sobre negros que roban coches y venden droga sin que se le exilie para siempre de la esfera pública es, directamente, una distopía. Así es la gitanofobia en España: distópica. De paisaje postnuclear. Una película de ciencia ficción tan barata que nadie en su sano juicio se creería los efectos especiales.

En sensibilidad frente al conflicto racial, España es Estados Unidos en los años 20. En sofisticación humorística, los años 80. La (tra-tra)Transición, claro, sigue en marcha.

“Entiendo y asumo que la provocación forma parte de mi trabajo”, volvemos a Bodegas en repeat. John Lydon de los Sex Pistols también lo asumió: lo hacía vistiendo esvásticas en 1977 “para provocar” a sus mayores. En 1978, con el Frente Nacional cooptando la estética punk para engrosar las filas del partido, las esvásticas nazi-chic dejaron de ser usadas como herramienta de provocación. La capacidad y rapidez del punk para revisarse politizaría el estilo para siempre, a la izquierda.

Esa digestión, en lo tocante al humor, sigue en proceso y con ardores de por medio.

Entre las múltiples crisis que vive hoy la masculinidad creativa, está el deseo frustrado de ser políticamente incorrecto sólo como simulacro. Que el odio y los escupitajos sean unidireccionales. Que la bilis no tenga reacción en contra. La incorrección política llevó a Lenny Bruce a la cárcel. La incorrección política llevó a Bill Hicks al ostracismo televisivo. La incorrección política del humorista contemporáneo, sin embargo, parece saldarse con borrados, comunicados, información minuto a minuto del estado de sus pucheros.

Lo dijo Hannah Gadsby y lo repito yo: “¿Queréis dejar de hacerme perder el tiempo?”.

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