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/OPINIÓN/ “Al final, hablar de perdón es una forma de esclerotizar el debate en torno a una demanda imposible: se exige que una disculpa limitada y finita satisfaga lo inconmensurable del crimen”

"ETA dice adiós sin perdón ni arrepentimiento". Así explicaba ayer el diario ABC el anuncio de la disolución oficial de la organización terrorista. De hecho, la ausencia de perdón ha sido y sigue siendo una consigna largamente repetida en medios conservadores. A pesar de que en abril ETA emitió un comunicado reconociendo el daño causado y pidiendo perdón a las víctimas, para muchos las disculpas —en tanto que disculpas, y esto es lo interesante— no resultan suficientes.

Originalmente, en su sentido religioso, el perdón hacía referencia una dimensión gratuita, incondicional, dispendiosa y sin contrapartidas, totalmente ajena a la lógica del intercambio. No hace falta que te pidan perdón para que perdones, ni tan sólo que exista arrepentimiento o conciencia de la falta. Así lo explicó Jaques Derrida en Política y perdón, resumiendo este concepto religioso con una formulación paradójica: "si uno no estuviera listo más que a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama 'pecado venial', entonces la idea misma de perdón se desvanecería. [...] El perdón perdona sólo lo imperdonable".

Sin embargo, cuando la retórica del perdón entra en el campo del discurso político, pierde este carácter desinteresado que lo hace especial como sentimiento religioso, como acción radical que está más allá de la moral. En la medida que entra en el reino de la utilidad, y se le exige un fin y una función determinadas —la reconciliación, la reparación de la memoria, la convivencia—, el perdón se diluye en la mera transacción de responsabilidades. Ya no hablamos de gracia, sino de una fantasía de normalidad recobrada.

"El perdón", sigue Derrida, "no es, ni debería ser, normal, normativo ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, a la prueba de lo imposible: como si pudiera interrumpir el curso de la temporalidad histórica".

Hablar de perdón, entonces, implica no hacerlo de justicia, castigo, venganza o impunidad; tampoco de justicia transicional, prescripciones y amnistías. Al centrarse en algo aparentemente mucho más grande y trascendente, se dejan de lado las cuestiones legales y morales en torno a la reconciliación. Al final, hablar de perdón es una forma de esclerotizar el debate en torno a una demanda imposible: se exige que una disculpa limitada y finita satisfaga lo inconmensurable del crimen.

"Una vez secularizado, el perdón pierde su carácter excepcional y, en medio de la batalla por el relato de la normalidad democrática, se convierte en un símbolo efectista que utiliza las víctimas como reclamo."

"Las víctimas se han quedado solas porque la sociedad española ha perdido la piedad", escribía ayer Rosa Díez, y su lamento ejemplificaba perfectamente los problemas políticos de la retórica religiosa. Una vez secularizado, el perdón pierde su carácter excepcional y, en medio de la batalla por el relato de la normalidad democrática, se convierte en un símbolo efectista que utiliza las víctimas como reclamo.

En el caso de ETA, esta exigencia de perdón significa no sólo la exigencia de arrepentimiento del daño causado, sino también —y especialmente— el reconocimiento que sus motivos y acciones siempre fueron equivocados, banales y perversos. Mediante la gracia del perdón se pretende borrar de plano el inconsciente político que enfrenta la sociedad vasca, hasta el punto de negar retrospectivamente el conflicto. Si el perdón depende de la existencia de lo imperdonable, y su ejercicio reclama una interrupción de la moral y la historia que restablezca una normalidad inédita, quizá la retórica de un perdón ciego a la realidad sea lo último que necesitaremos a partir de ahora.

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