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Artículo Para disfrutar este cómic sobre metaleros adolescentes no hace falta que te guste el heavy Lit

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Para disfrutar este cómic sobre metaleros adolescentes no hace falta que te guste el heavy

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“Creo que, por encima de las diferencias, todos pertenecíamos a un único grupo: el de los jóvenes”

víctor parkas

25 Mayo 2017 13:25

El año pasado, el hard-rock se anotó un tanto altamente improbable: las muñequeras de pinchos, las manos con forma de cuerno y los heavies más melenudos que pudieras imaginar coparon, de repente, todas las publicaciones de tendencias. El heavy, históricamente considerado por la vanguardia como la subcultura más insoportable, tanto estética como musicalmente, parecía tener un indulto momentáneo; y lo tenía no gracias a un disco, a un concierto-reunión, o a una revisión irónica del Master of Puppets. Qué va.

Lo tenía gracias a Heavy 1986, una novela gráfica donde Miguel B. Núñez recordaba sus años de metalero adolescente en el Madrid de los ochenta. Todos los potenciales de este trabajo, que no eran pocos, se mantienen y multiplican en Heavy (Los chicos están mal), una secuela que llega con apenas un año de diferencia para los lectores, pero con apenas unos meses de diferencia para los personajes del cómic original. En la cartelera de Heavy (Los chicos están mal) conviven Mad Max III, Aliens y Delta Force, solo para recordarnos lo lento que pasa el tiempo cuando se es adolescente.

Solo para recordarnos que, un año después, seguimos en 1986.

Como en Dazed and Confused, esa película generacional de Richard Linklater con la que el cómic de Miguel comparte tono, Heavy (Los chicos están mal) se abre con el día más dulce para cualquier teenager: aquél en el que un sonoro “rrrriiinnnggg” da comienzo, de forma oficial, a las ansiadas vacaciones de verano. A los chapuzones en la piscina. A los viajes al pueblo y, por extensión, también a la cabina telefónica más cercana.

En este sentido, Heavy (Los chicos están mal) comienza con esa dramatización de lo prosaico que hizo tan accesible a su predecesora —el lector podía empatizar con las desventuras de Heavy 1986 sin necesidad de haber pertenecido a ninguna tribu urbana—, para terminar desembocando en una radiografía subcultural. En sus páginas, los heavies protagonistas se cruzarán con punks, rockers, mods, siniestros, pijos. Intercambiarán puñetazos. Darán y encajarán palizas.

Descubrirán, en definitiva, que adscribirse a una moda juvenil en el Madrid de los ochenta no solo implica saberse de memoria discografías y tracklists, sino también correr medio-maratones delante de nazis o acabar apuñalado por una banda rival. Quizás los personajes de Heavy (Los chicos están mal) sean ficticios, pero no las batallas de las que hablan: el cierre de la sala Rock-Ola, tal y como se apunta en el cómic, fue inmediatamente posterior a la muerte, a sus puertas, del rocker Demetrio Jeús Lefler.


Paradójico o no, en medio de todo este hervidero se publicaba Enemigos de lo Ajeno, el álbum con el que El Último de la Fila saludaba a ese salvaje 1986. Manolo García, que en el disco cantaba aquello de Mi patria en mis zapatos, es parafraseado, mediante su trazo, por Miguel B. Núñez: durante las escenas de conversación, y en lugar de recurrir únicamente a talking heads, el dibujante focalizará la atención en el distintivo calzado de los personajes. En las Dr. Martens de punks y skinheads. En las Converse All Star de los heavies. En las brogue shoes de los mods. “Porque”, como dijo Javier, “uno solo es lo que es”.

La fetichización, sin embargo, empieza y termina a los pies de los personajes. La épica en la que suelen incurrir este tipo de relatos —Quadrophenia, el hito del cine mod que los protagonistas visionan en un momento del cómic, peca justamente de eso— es desterrada por completo en Heavy (Los chicos están mal). Miguel B. Núñez, sin poner alerones ni faldones a su adolescencia, consigue una captura tan fiel como desmitificadora de esos años: la fantasía y el exceso que prometían entonces las canciones de Dead Boys, Alice Cooper o The Damned contrastaban, en los paseos de vuelta a casa, con los yonquis que intentaban darle el palo de forma torpe.

Los mayores hallazgos del tebeo, no en vano, y como ocurría en Heavy 1986, están bien lejos del name-dropping de bandas o del recuento de chapas en la tejana: lo que más emociona en Heavy (Los chicos están mal) son los desengaños amorosos, las confesiones sobre el césped de la piscina y la conciencia de clase desperezándose tras una visita al INEM. “Creo que, por encima de las diferencias”, escribirá Miguel en el libro, “todos pertenecíamos a un único grupo: el de los jóvenes”. Aunque el autor, con ese ‘todos’, se refiera a los miembros de una tribu urbana definida, podría no hacerlo: la angustia adolescente que de forma tan certera recrea Heavy (Los chicos están mal) es tan transversal que, aunque en el 1986 Papa Don’t Preach fuese tu canción favorita, no podrás dejar de empatizar con Adela. Con Suso. Con Marta. Con todas esas chicas y chicos que sí, están mal; hoy han perdido.

Pero (punteo vertiginoso de guitarra) no tiene por qué gustarles.

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