PlayGround utiliza cookies para que tengas la mejor experiencia de navegación. Si sigues navegando entendemos que aceptas nuestra política de cookies.

C
left
left
Artículo “Mi bebé está muerto”: tragedia, celos y poesía en la vida de Mary Shelley Lit

Lit

“Mi bebé está muerto”: tragedia, celos y poesía en la vida de Mary Shelley

H

Imagen: Mary Shelley
 

Publicamos un adelanto de ‘Mary Wollstonecraft, Mary Shelley’, de Charlotte Gordon (Circe), una extensa biografía que desvela las penurias, el dolor y las adversidades a las que tuvieron que enfrentarse una madre y una hija que son clave para la historia de la literatura y de la lucha feminista

PlayGround Books

22 Mayo 2018 16:30

'Mary Wollstonecraft, Mary Shelley', de Charlotte Gordon (Capítulo 11)

En septiembre, Mary, Jane y Shelley tomaron el barco de re­greso a Inglaterra en medio de una tormenta. Mary «casi se mue­re del mareo, y no ha tenido más remedio que acostarse», escri­bió Jane, contenta de poder decir que gracias a ello se quedaron solos ella y Shelley en cubierta, mientras «rompían sobre noso­tros las olas, que habían alcanzado una altura tremenda». A pe­sar de que no tenían bastante dinero para pagar los pasajes al ca­pitán, Shelley tranquilizó a las chicas diciéndoles que en cuanto llegaran a puerto encontraría fondos. Sin embargo, al desembar­car e ir directamente al banco de Londres donde tenía Shelley su dinero, descubrieron que Harriet había dejado vacía su cuenta. Shelley quiso ir a verla para exigir que le devolviera el dinero, pero Mary le aconsejó evitar cualquier enfrentamiento, y en vez de eso le propuso acudir a los Voysey, amigos de infancia del poe­ta, una familia con dos hijas más o menos de la misma edad de Jane y Mary, y pedirles un préstamo y alojamiento. Cuando llega­ron a casa de los Voysey, sin embargo, la señora Voysey se negó a recibirlos

Fue el primer anticipo de los rechazos, desaires y desplantes que les esperaban. Aunque la ciudad creciera tan deprisa, el mun­do londinense de las clases medias seguía siendo como un pueblo. El escándalo era contagioso, máxime si se debía a algún desliz se­xual. Cualquier joven que admitiese conocer tan siquiera a Mary Godwin ponía en peligro su reputación, y la de toda su familia. La supervivencia social dependía de evitar a quienes se hubieran pa­sado de la raya, y pocos tenían la imaginación o el valor necesa­rios para infringir este código.

Descartada cualquier otra opción, Shelley alquiló un coche de caballos para que los llevase al majestuoso domicilio de los West­brook, en Chapel Street, una calle tranquila cerca de Grosvenor Square, donde Harriet, que andaba por el último trimestre de em­barazo, vivía con sus padres. Se trataba de una zona pudiente, muy distinta a cualquier barrio donde hubieran residido Mary y Jane, cuyo sentido de la propia pobreza se había visto agudizado por las míseras posadas que habían debido soportar en Europa. Ellas se habían esforzado por ver sus privaciones como el precio de la libertad, pero las ratas, la suciedad y las cortezas de pan seco tienen poco que ver con el Romanticismo, y parecía injusto que el dinero de Shelley lo tuviera una burguesa inexpresiva como Harriet, no ellas.

Desconfiando de que volviera Shelley, el capitán había dado orden a uno de sus barqueros de que acompañara al trío hasta que hubieran saldado la deuda. Desde el momento en que Shelley des­apareció en el interior de la morada de los Westbrook, el barquero y las chicas tuvieron que esperar más de dos horas fuera, una si­tuación incómoda que ni a base de bromas o de buen humor pudo ser aliviada. Las dos jóvenes temían que Shelley cambiara de idea, que Harriet le convenciera de dar otra oportunidad a su matrimo­nio, o algo aún peor, como que decidiera incorporarse al trío. Esta última posibilidad no era del agrado ni de Mary ni de Jane, pero Shelley seguía con la idea de crear una comuna de jóvenes abier­tos de miras, y abiertos al amor.

Por fin salió Shelley, con una sonrisa y el dinero que necesita­ban. Tras pasar la noche en una pensión de Oxford Street, encontró una casa sencilla en Margaret Street, cerca de Chapel Street, para poder proseguir las negociaciones con Harriet. Entretanto, Mary pensó en si tenía algún amigo o conocido que pudiera compade­cerse de ella. Intentó acercarse a una antigua institutriz, Maria Smith, pero los Godwin ya la habían indispuesto contra ella. Cier­to día, por la tarde, recibieron una incómoda visita: Mary-Jane y Fanny, que llamaron al timbre de Margaret Street pero no quisie­ron entrar, aunque Shelley las invitase a ello. Dijeron que solo querían ver a Jane, así que Mary tuvo que mirar por la ventana mientras ellas hablaban con su hermanastra en los escalones de entrada. Esa misma tarde, furioso por que le hubieran hecho daño a Mary, Shelley escribió a Godwin una carta en la que exigía conocer los motivos de un trato tan cruel. Alegó que ni él ni Mary habían hecho nada malo. Se habían limitado a tratar de poner en práctica la filosofía de la libertad y el amor libre del propio God­win. Una semana después llegó la respuesta de Godwin: ya no quería tener nada que ver con Mary, y había ordenado a su familia y sus amigos que le cerrasen las puertas de su vida.

A Mary solo le quedaba Shelley. Llorando, le dijo que a partir de entonces tendría que serlo todo para ella: padre, enamorado y amigo. También estaba Jane, por supuesto, pero su presencia se había vuelto cada vez más inquietante. Mary, que estaba en la fase inicial del embarazo, se acostaba temprano, y en vez de hacerle compañía en la cama, Shelley se quedaba hablando hasta tarde con su hermanastra. Mary no se hacía ilusiones acerca de la situa­ción. Sabía que Jane disfrutaba de estar a solas con Shelley. A lo largo del otoño creció la intimidad entre los dos. En vez de consi­derar a Jane como una encantadora molestia, como en Francia, Shelley pasó a buscar su compañía, a hacerle confidencias y a sa­lir con ella de paseo por la ciudad, mientras Mary reposaba.

Una noche de principios de octubre, Shelley, amante de dar sustos a la gente – sobre todo a las chicas jóvenes, una costumbre que arrastraba desde la época en la que tenía aterrorizadas a sus hermanas pequeñas–, hizo las delicias de Jane con una truculenta descripción del castigo que recibían algunos soldados: arrancarles tiras de piel de la espalda con un cuchillo afilado. Jane se retorcía, entre aterrada y encantada. A punto de gastarse las velas, Shelley no pudo resistirse a rematar la noche diciendo que había llegado «la hora de las brujas», el momento en que vagaban por el mundo los espíritus malignos, y en que se apoderaban los fantasmas de los cuerpos humanos. Jane pegó un grito y subió corriendo a su cuar­to. Contento con el resultado, Shelley fue a la habitación que com­partía con Mary, pero fue interrumpido por Jane, muy alterada. Lo siguiente que ocurrió lo puso Shelley por escrito:

Justo cuando luchaban el alba y la luz de la luna, Jane vio en mí esa inefable expresión que con tal horror la había afectado previamente. La describió como la manifestación de una mezcla de profunda tristeza y poder consciente sobre ella [...] su horror y su angustia llegaron al extremo de someterla a horrendas convul­siones. Chillaba y se retorcía en el suelo.

Shelley se regodeaba en el efecto que tenía en Jane, cuya volu­bilidad estaba en las antípodas del silencio de su reservada aman­te. Teatral e imaginativa, Jane era el público perfecto. Se quedaba boquiabierta con los relatos de Shelley, y luego quería que la con­solase. Es cierto que era mucho menos madura que Mary; no po­día hablar a Shelley sobre su alma de artista, ni asegurarle que era un genio, ni calmarlo hablando sobre Tácito, ni ayudarle a enten­der la poesía de Byron, como Mary, pero justamente por ser tan aficionada a las sorpresas, tenía un efecto vivificador. Si no pasa­ba nada interesante se aburría enseguida.

Se diría que en las vidas de los tres había bastantes emociones reales como para saciar las ansias de Jane, pero la joven se estaba aburriendo más de lo previsto con el ostracismo social. En vez de ser idolatradas como discípulas de Mary Wollstonecraft, estaban siendo ignoradas por completo. No recibían visitas. No parecía que las admirase nadie. Jane y Mary echaban siestas, cosían y leían, mientras Shelley pateaba las calles de Londres en busca de dinero. Shelley, siempre tan zalamero, les aseguraba que era muy capaz de resolver la situación, pero cuando Harriet tuvo claro que su marido no iba a regresar, se negó a entregarle el resto del dine­ro que había sacado de su banco. A fin de cuentas, también ella estaba embarazada, y le faltaba poco para dar a luz. Del padre de Shelley tampoco les llegó ninguna ayuda. Escandalizado por la conducta de su hijo, sir Timothy se negó a anticiparle cualquier suma, así que ante la imposibilidad de pagar las facturas Shelley se hizo un gran experto en eludir a los acreedores, dormir fuera de su domicilio y refugiarse en lugares lejanos para no ser recluido en la cárcel de deudores.

Este grado de privación era algo nuevo para las dos chicas. Pese a haber crecido en una casa donde la falta de dinero en efec­tivo era algo crónico, siempre habían tenido vestidos nuevos, co­midas saludables – Mary-Jane era buena cocinera– y vacaciones de verano fuera de la ciudad. No habían sabido lo difícil que era ser pobre, pobre de verdad, ni lo solitaria que podía llegar a ser la vida en una gran ciudad. Para ayudar a Shelley se pasaban horas en oficinas bancarias, apaciguando y esquivando a los acreedores, escribiendo cartas de súplica a cualquier conocido que pudiera ayudarlos y haciendo las maletas para mudarse una y otra vez, que era lo peor. El primer año cambiaron cuatro veces de domici­lio para huir de las iras de los comerciantes, y no tener que pagar alquileres que no podían permitirse. No era divertido ni dramático vivir en apartamentos pequeños de partes peligrosas de la ciudad, ni escatimar en todo, incluso en comida. Dado que Mary, embarazada, no podía hacer muchos esfuerzos, casi todo el trabajo duro recaía en Jane y una criada a sueldo. Así las cosas, no es de extrañar que Jane y Shelley disfrutasen tanto con sus noches de emoción. Al amparo de la oscuridad, Jane podía ser una hermosa doncella, inerme y apasionada, deseable y de una interesante vul­nerabilidad. Por primera vez también podía sentirse superior a Mary. En cuanto a Shelley, Jane le daba la oportunidad de sosla­yar la impotencia que crecía en su interior, siendo al mismo tiem­po un truhán y un salvador, un torturador y un consolador, todo lo cual era muy preferible a ser un hijo repudiado y con deudas, un marido irresponsable para Harriet y un enamorado decepcio­nante para Mary.

En otoño hizo muy buen tiempo. Por la tarde, cuando no te­nían encima a los acreedores, salían los tres a dar un paseo hasta un estanque cerca de Parliament Hill, donde Shelley hacía nave­gar los pequeños barcos de papel que se pasaba horas creando en su sala de estar. A veces regresaban al estanque al anochecer, prendían fuego a los barcos y los veían consumirse sobre el agua e irse a pique, tras flotar un momento en forma de esqueletos cha­muscados. Muchos años después, Mary recordó la emoción con la que Shelley hacía zarpar sus minúsculas embarcaciones, y co­mentó que era como «se ponía a resguardo de las tormentas y las decepciones, del dolor y de la pena que asediaban su vida».

Mary-Jane aún no desesperaba de que su hija pudiera volver a Skinner Street. Alegaba que el daño sufrido por la reputación de Jane podía repararlo la familia echando toda la culpa de la situa­ción a los dos enamorados, y que a Jane no le sería muy difícil rea­nudar su vida anterior.

Sin embargo, a Jane no le entusiasmaba la idea de volver a ser una chica normal. Contenta de no estar controlada por su madre, decidió exteriorizar su sensación de ser una de las «auténticas» hi­jas de Mary Wollstonecraft adoptando como suyo el cumpleaños de esta última (el 27 de abril). ¿No era la mejor manera de dejar patente su renacimiento, y de afirmar su independencia respecto a Mary-Jane? En esta misma línea, decidió cambiar su nombre. Ya no la conocerían por el de Jane, con ecos del de su madre, sino por otro de sonoridad más romántica: Claire. Mary no dejó cons­tancia de lo que le parecía la metamorfosis de Jane, pero cada vez estaba más irritada con su hermanastra. Aparte de querer robarle a Shelley, Jane/Claire también aspiraba a quedarse con su heren­cia. Las hermanas discutían y se peleaban, pero Jane siguió ade­lante, sin arredrarse por los reproches de Mary.

Para Jane, uno de los grandes atractivos de su cambio de nom­bre era su simbolismo. En francés, claire significa «claro», o «transparente», como bien sabía, pero durante la Revolución tam­bién adquirió el sentido de auténtico, sincero y veraz. Lo mejor de todo era que Clara (la versión anglicizada de Claire) era el nombre de un famoso personaje literario en la traducción inglesa del gran éxito de ventas de Rousseau La Nouvelle Héloïse [La nueva Eloísa], historia de un romántico triángulo amoroso en el que la protago­nista, Julie, y su prima y mejor amiga, Clara, están enamoradas del mismo hombre, St. Preux, tutor de ambas. St. Preux quiere a Julie, pero tiene como confidente a Clara, y paradójicamente inti­ma cada vez más con ella hasta el día en que Julie perece en cir­cunstancias trágicas. Desaparecida Julie de la escena, St. Preux se da cuenta de que siempre ha querido a Clara, y la pretende, pero ella le rechaza.

Desde el punto de vista de quien había pasado a llamarse Clai­re, este argumento presentaba grandes atractivos. Rousseau en­salzaba la posición en la que se había encontrado ella con Mary y Shelley. En vez de ser simplemente la tercera en discordia, podía verse como una heroína por derecho propio, la confidente más próxima tanto del protagonista como de su amada. Naturalmente, lo mejor para Claire era que a la larga es Clara quien sale vencedo­ra y se alza con el protagonismo al final del relato. En sus Confe­siones, Rousseau explicó que había concebido a dos personajes con «caracteres similares»:

A una la hice morena, y a la otra rubia; a una vivaz, y a la otra dulce; a una prudente, y a la otra débil, pero con una debilidad tan conmovedora que parecía redundar en beneficio de su vir­tud. A una le di un enamorado, con quien la otra mantenía una tierna amistad. Sin embargo, no admití rivalidad, discusión ni celos algunos, ya que se me hace difícil imaginar sentimientos dolorosos.

A Claire, que al final del verano se había empapado de Rous­seau, no se le pasaban por alto estos paralelismos. Ella era more­na, como Clara. Mary era rubia, como Julie. Ella era vivaz, y Mary dulce. Especialmente prudente no lo era, pero la debilidad de Mary era obvia. De hecho podía muy bien ser que, al igual que Ju­lie, Mary sufriese una muerte prematura, idea triste pero atractiva para Claire, ya que le despejaría el camino.

Imaginarse en la piel de una heroína literaria daba lustre a los momentos de normalidad de la jornada de Claire, y añadía un to­que de fascinación a las diversas privaciones de su vida. Inspirán­dose en Shelley, empezó incluso a hablar sobre la formación de una «comunidad de mujeres». Soñaba con escribir una novela cuya protagonista se saltara valerosamente todos los obstáculos que le impidieran cumplir sus deseos. Estaba convencida de que lo más importante era vivir con autenticidad. Shelley le había aconsejado uno de sus libros favoritos, The Empire of the Nairs; or, The Rights of Women [El imperio de los Nairs, o los derechos de las mujeres], de James Lawrence. También Mary lo había leído, pero no le habían entusiasmado las poco ortodoxas declaraciones de Lawrence acerca del amor. «Que toda fémina – proclamaba el escritor– viva completamente ajena al control de cualquier hom­bre, y goce de todas las libertades de las que hasta entonces solo han disfrutado los varones; que elija y cambie a su albedrío de pa­reja.» Si bien Mary veía con buenos ojos la idea de la indepen­dencia de las mujeres – no en balde era el principio central de la obra de su madre–, no le atraía tanto la de tener muchos amantes. Para ella, una relación ideal era una conexión permanente. Para complacer a Shelley decía apoyar la visión de Lawrence, pero en su fuero interno se aferraba a su fe en el compromiso. A Claire, en cambio, le estimulaba la filosofía de Lawrence, como a Shelley. En años venideros seguiría fiel a estos principios, rechazando cualquier propuesta de matrimonio.

Un día, Mary vio a su padre por la calle, y él le dio la espalda. Otra tarde llamó a la puerta de Skinner Street y Godwin no quiso que la hiciera pasar la criada. Cuando fue Fanny quien se atrevió a ir a visitarlas, les explicó que Godwin le tenía prohibido hablar con Mary. Inaugurando una pauta a la que se ciñó toda la vida, Mary buscó consuelo en la disciplina de un programa de estudio, y empezó a leer en griego antiguo. Recibió clases de Shelley, y practicó copiando verbos y declinando sustantivos. Los tres si­guieron sacando fuerzas del ejemplo de Wollstonecraft, cuyos li­bros releían sin cesar. Durante el invierno alquilaron una vivienda cerca de Somers Town, donde habían vivido Mary y Jane, para estar cerca de la tumba de Wollstonecraft.

Aunque a Shelley no le gustara ver sufrir a Mary, en el fondo nunca había estado cómodo con una esposa embarazada. Durante el primer embarazo de Harriet inició una aventura con otra mu­jer, una maestra rural cuya vida se fue a pique por las consecuen­cias. Durante el segundo fue cuando abandonó a Harriet por Mary. Ahora que Mary, débil y agotada, ya no podía dedicarle la atención que tanto ansiaba, se volcó cada vez más en Claire. Mien­tras se escondía de los alguaciles, le escribía largas cartas, frente a las breves notas que se limitaba a enviar a Mary, cada vez más an­gustiada al ver que su amado se iba aproximando a su hermanas­tra. Mary sabía que Shelley deseaba vivir al margen de las conven­ciones sociales, es decir, que si se enamoraban de otras personas, eran libres de seguir sus sentimientos, pero nunca se le había ocu­rrido que pudiera preferir a Claire. Aun así no se lo reprochó, sino que adoptó como blanco de sus iras a esta última, de la misma manera que había optado por echar la culpa a Mary-Jane de «ro­barle» el cariño de su padre.

En noviembre, Harriet tuvo un hijo varón. El entusiasmo de Shelley, orgulloso por tener un heredero, irritó a Mary, que se re­fugió en el silencio, su postura por defecto, y escribió entradas sardónicas en su diario común, en las que murmuraba que «ha­bría que anunciar [la noticia] con campanas y demás, porque es el hijo de su esposa». A esas alturas de su vida, consumida por la melancolía, no le quedaba margen para compadecer a Harriet. Lo que hizo fue esperar que cuando fuese ella madre volvieran las demostraciones de ternura de Shelley; y si no era así, si él seguía mostrándose distante, Mary se consolaba imaginando a un hijo a quien poder amar, y por quien ser correspondida. Más tarde, en cambio, después de haber sufrido también ella pérdidas terribles, lloró el dolor que había infligido Shelley, con su ayuda, a Harriet, cuya situación, como mujer abandonada en una época muy pro­clive a los juicios de valores, era desesperada.

A medida que avanzaba el embarazo, Mary no se encontró me­jor, sino peor. Shelley seguía desapareciendo durante horas con Claire. La mayoría de los biógrafos dan por hecho que eran aman­tes, aunque ninguno de ambos dejó constancia de sus sentimientos hacia el otro a lo largo de ese invierno. Lo cierto es que tanto en el diario de Claire como en el de Mary hay páginas arrancadas duran­te este período crucial, señal de que intentaron echar tierra sobre lo ocurrido, o lo hizo alguno de sus descendientes victorianos.

Sea o no cierto que Shelley y Claire mantenían relaciones amo­rosas, para Mary el resultado era el mismo: un sentimiento de desolación. Queriendo arreglarlo, Shelley dio un paso muy poco convencional: animar a su amigo Thomas Hogg, llegado a Lon­dres ese invierno, a conquistar el corazón de Mary. Tenía la espe­ranza de que así la distrajese de sus celos hacia Claire, además de dar un impulso al plan del propio Shelley de una comunidad basa­da en el amor libre. Hogg, conocedor de las ideas de su amigo, se prestó al plan, pero si bien Mary se esforzó por mostrarse benévo­la ante sus avances, estaba demasiado enamorada de Shelley para desear a otro hombre. Lo pasaba muy mal siempre que Shelley y Claire salían para alguna de sus correrías, o se reían en voz alta en otra habitación. A pesar de todo, hizo lo posible por complacer a Shelley conociendo a su amigo y debatiendo temas de filosofía como «el amor de la Sabiduría y del libre Albedrío», lo más pareci­do a un coqueteo que hubo entre los dos. Hogg, sin embargo, era inferior a Shelley incluso como compañero intelectual. Al debatir con él acerca de los principios de la libertad, Mary juzgó sus argu­mentos flojos y confusos. Era un hombre aburrido, de actitud desagradable. En última instancia, Mary no pudo resistirse a con­fesar a su nuevo pretendiente lo muy enamorada que estaba de Shelley: «Le amo con tanta ternura, tan completamente [...] [Mi] vida pende de la luz de sus ojos, y en él está envuelta toda [mi] alma», declaró.

A instancias de Shelley, Hogg redobló sus esfuerzos y estableció su campamento en el domicilio de su amigo, donde pasaba la no­che con frecuencia. En enero, finalmente, Mary cedió y les prome­tió (a él y Shelley) que se plantearía mantener relaciones sexuales tras el nacimiento del bebé, previsto para abril. El aplazamiento no hizo sino enardecer más a Hogg. La situación, no obstante, ad­quirió tintes de tragedia. El 22 de febrero Mary tuvo un parto pre­maturo. La niña, nacida con ocho semanas de adelanto, solo sobre­vivió trece días. El 6 de marzo, Mary le escribió a Hogg una carta manchada de lágrimas en la que describe lo ocurrido:

Mi bebé está muerto. Ven lo antes que puedas. Quiero verte. Al acostarme estaba perfectamente. Me desperté de noche para darle el pecho. Parecía tan dormida que no pude despertarla. Es­taba muerta, pero no lo descubrimos hasta la mañana siguiente. A juzgar por su aspecto, es evidente que murió de convulsiones. Ven, por favor. Eres una persona tan tranquila... Y Shelley tiene miedo de las fiebres de la leche.

No queda claro si Shelley temía por Mary o por sí mismo. En todo caso, estaba saliendo a relucir otra de las limitaciones de su relación. Aunque Shelley acudiera a Mary en busca de consuelo y de consejos, ella no podía contar con que el apoyo fuera recípro­co. Acosado por sus propias fobias, Shelley parecía incapaz de empatizar con Mary. Si esta buscaba alivio, debería encontrarlo en otra parte.

Hogg acudió, pero de poco sirvió. Si en el mejor de los casos su conversación no destacaba por su agilidad, el llanto de su amiga le sumió en el desconcierto. En consecuencia, Mary lloró sola la pér­dida de su bebé. Soñaba todas las noches con que estaba viva, y escribió en su diario: «He soñado que mi bebé volvía a la vida, que solo tenía frío, y que al hacerle friegas junto a la chimenea revivía. Me despierto y no hay bebé. Pienso todo el día en la pequeñina.»

En abril, finalmente, Shelley se despojó de su egocentrismo para llevar a Mary a una escapada de recreo a Salt Hill, cerca de Slough, a unos treinta kilómetros al oeste de Londres. Pasaron unas cuantas noches en una posada campestre muy bonita. Los árboles frutales estaban en flor, los campos tapizados de campani­llas, y los jardines del pueblo iluminados por guisantes de olor, consueldas y digitales. En ausencia de Claire prendió otra vez la chispa de su amor, aunque Mary seguía cargando con un gran sentimiento de culpa. ¿Estaría aún vivo el bebé si hubiera hecho las cosas de otra manera? ¿Debería haberle dado el pecho más a menudo, o haberse cuidado ella más? A pesar de todo, era difícil sentirse demasiado triste durante esos días, los primeros que pa­saba a solas con Shelley desde su huida de Londres, diez meses atrás. Mary escribió notas breves e ingeniosas a Hogg, que al darse cuenta de que no tenía nada que hacer se batió en retirada, enfurruñado. También Shelley estaba de un ánimo más optimista, porque hacía pocos meses que había muerto su abuelo, y después de mucho discutir, su padre y él habían llegado al acuerdo de que recibiese una pensión anual de mil libras, así como algunas sumas adicionales para cancelar las mayores deudas.

Todo apuntaba a un futuro más feliz, pero cuando volvieron a Londres se encontraron a Claire furiosa por haber sido abandona­da, y convencida de que Shelley no había hecho más que utilizarla durante el embarazo de Mary. ¿A cuál de las dos quería más Per­cy? Ya no se acordaba de su papel de Clara de Rousseau en contra­posición a la Julie de Mary. Los celos que se habían tenido siem­pre dieron pie a auténticas batallas, con gritos a raudales. Desde entonces, ambas consideraron esa época como una de las más os­curas de su vida. De todos modos, no deja de ser sorprendente que la tensión tardara tanto en explotar. Estaban educadas para ser rivales: Godwin tenía predilección por Mary; Mary-Jane, por Clai­re; competían los padres, competían las hijas, y al margen queda­ba solo Fanny, única ajena a la competición.

En mayo, Mary ya no era capaz ni de pronunciar el nombre de Claire, lo cual, teniendo en cuenta que vivían juntas, resultaba bastante violento. Se refería a su hermanastra como la «amiga» de Shelley, y en su diario, aterrada por la perspectiva de convertirse en «algo abandonado que no le importa a nadie», hacía un segui­miento obsesivo del tiempo que pasaban los dos juntos: Shelley había salido a caminar con «su amiga», o había hablado con «la señora». Él, incapaz de apaciguar a las rivales, buscaba la tran­quilidad en los estoicos, leyendo a Séneca, hasta que el 13 de mayo, finalmente, Claire se marchó de golpe al Sur, a una casita que le alquiló Shelley en un pueblo pequeño de Devon, lo más apartado posible. La distancia interpuesta fue un alivio para las dos hermanas. Claire le escribió a Fanny que se alegraba de tener un poco de tranquilidad, después de haber pasado «por tanto des­contento, por tantas escenas violentas, por una vorágine tal de pa­siones y de odio [...]».

Esta decisión –la de mandar a Claire a un lugar donde no cono­ciera a nadie– parece apuntar a la existencia de una relación se­xual entre ella y Shelley. También explica la brusca intensidad de las batallas entre Mary y Claire. En general, las jóvenes como esta última solo se retiraban al campo cuando estaban embarazadas. Si Claire había descubierto que tendría un hijo de Shelley, y lo ha­bía anunciado al regresar este y Mary de su fin de semana en el campo, no cabe duda de que ayudaría a explicar la virulencia de su enfrentamiento. También parece indicar que Mary le planteó un ultimátum a Shelley: podía estar con Claire o con ella, pero no con ambas. Por desgracia, es imposible saber exactamente qué pasó, porque las páginas correspondientes del diario de Mary han desaparecido, si bien la tentativa de ocultar el curso de los aconte­cimientos, sumada al apoyo de los jóvenes al amor libre, hace que parezca probable que Shelley y Claire hubieran sido amantes.

Las entradas del diario de Mary no se reanudan hasta después de la marcha de Claire, momento en que empezó uno nuevo. En una entrada sin fecha celebra su «regeneración» con Shelley. Había ganado la batalla por su amor, al menos de momento. Sin embargo, también había descubierto lo frágil que era en realidad su relación. Sabía que Shelley echaba de menos a su hermanastra, y estaba muy atenta a sus estados de ánimo, por si albergaba pla­nes secretos de abandonarla.

Pocas semanas después de que se fuera Claire, Mary empezó a sentir cansancio y mareos, y descubrió que volvía a estar embara­zada. También Shelley se encontraba débil y apático, tal vez por seguir el régimen vegetariano que había decidido que era la única manera ética de vivir. Una visita al médico derivó en un diagnósti­co de tisis, que, si bien resultó erróneo, preocupó profundamente a Mary. Era otra amenaza a su felicidad, más peligrosa que Claire. Si no velaba por la salud de Shelley, podía perderlo sin remedio. Lle­gó a la conclusión de que no podían quedarse ni un momento más en la ciudad. Shelley necesitaba aire del campo para sus pulmones.

En junio, con el dinero heredado de su abuelo, Shelley arrendó una mansión de dos plantas y extensos jardines, hecha de ladrillo rojo, en Bishopsgate, cerca de Eton, a menos de dos kilómetros de la localidad de Windsor, y a pocos pasos de la entrada este a Wind­sor Great Park. Le encantaba aquella parte de Inglaterra. Guarda­ba recuerdos muy felices de cuando vagaba por el campo, siendo un colegial, y tenía ganas de dar a conocer sus bellezas a Mary.

En su nueva casa, Mary contrató a su primera cocinera y a un pequeño cuadro de criados, para no dedicar toda la mañana a los quehaceres domésticos, y tener tiempo de leer, escribir y estudiar griego. Heredera de la fe de Godwin en la rutina, se ceñía al horario que había aprendido de él: trabajar por la mañana, almorzar y dar un paseo por la tarde, una conducta estructurada que ayudaba a controlar a Shelley, el cual, errático, entraba y salía de la casa en busca de la inspiración. Solo comía cuando tenía hambre (es decir, poco a menudo), ajeno a cualquier horario; y cuando comía, devo­raba hogazas de pan, con cuya miga tenía la infantil costumbre de hacer bolas para tirárselas a la gente. «¿He comido, Mary?», pre­guntaba a veces. A Mary no le molestaba que fuera tan olvidadizo. Lo atribuía a su genialidad. Pidió a la cocinera que les hiciera los platos vegetarianos en los que insistía Shelley, y no echara azúcar en los postres, para no colaborar con las plantaciones de esclavos. Prescindir de dulces no era escaso sacrificio para Shelley, gran amante del azúcar. Según Hogg, uno de sus platos favoritos se lo hacía él mismo: desmenuzaba varias hogazas de pan en un cuenco, echaba agua hirviendo por encima, lo dejaba un rato en remojo, escurría el agua, lo deshacía con una cuchara y echaba enormes cantidades de azúcar y nuez moscada. Hogg se burló de él, diciendo que se atiborraba con tal voracidad de semejante «papilla» que pa­recía una valquiria «lamiendo la sangre de los caídos en combate».

«¡Sí! –exclamó [Shelley] con truculenta alegría–. ¡Lamo la san­gre de los caídos en combate!»

A partir de entonces, para estupefacción de sus invitados, siempre que comía su dulzona mezcla bramaba: «¡Voy a lamer la sangre de los caídos en combate! ¡A sorber las vísceras de reyes asesinados!»

También le encantaban el pan de jengibre, y todo tipo de pos­tres, pero de momento había decidido renunciar a esos manjares. Se negaba a darse el capricho de una delicia azucarada mientras hubiera esclavos en el mundo.

Poco a poco fue mejorando la salud de ambos. Después de va­rias horas al aire libre, Shelley se sentía más fuerte. En cuanto a Mary, una vez superados los meses iniciales de embarazo se le pasaron los mareos. Después del desayuno se ponía a trabajar, mientras Shelley salía a dar paseos con su pequeño cuaderno o un libro de poemas. Solía reaparecer a media tarde, momento en que hacían caminatas por Windsor Great Park o, aprovechando la cercanía de Cooper’s Hill, subían y exploraban las abadías en ruinas, el antiguo castillo real, Bishopsgate Heath, Chapel Wood y los prados de Windsor. Sintiéndose fortalecida, Mary, que com­partía la fe de su madre en el ejercicio como remedio de la mayo­ría de los males, insistía en hacer excursiones que duraban toda la tarde. Si hacía mejor tiempo de lo habitual, se llevaban sus li­bros al parque y leían al pie de los antiguos robles. A veces pasa­ban ciervos, o correteaban conejos por el verde oscuro del soto­bosque, mientras ellos dos hablaban de arte y de filosofía, y de sus aspiraciones. Shelley era respetuoso con lo que llamaba «aris­tocracia hereditaria» de Mary, su actitud tranquila y serena, y su agudeza intelectual. También le entusiasmaba su desprecio hacia la hipocresía. Ella, por su parte, volvió a convencerse de que estaban haciendo realidad el sueño de su madre, el de fundar una unión en la que tanto el hombre como la mujer, en igualdad de condiciones, tenían trabajo importante que hacer, idea de la que Shelley era firme partidario. Quedaba por saber cuál sería el trabajo en cuestión.

Cuando Shelley conoció a Mary, dudaba entre dedicarse a la filosofía o a la poesía. Su primer poema publicado, Queen Mab, era una extraña amalgama de ambas cosas, ya que a los versos se sumaban largas notas en defensa del vegetarianismo, la liberación sexual y la libertad. Mary, formada por Godwin en el pensamiento lógico, no vaciló ante la pregunta de Shelley de a qué le parecía que debía dedicarse. Le instó a adoptar la poesía como su genuina vocación, amparándose en la idea de su madre de que el súmmum de la actividad humana era la poesía, no la filosofía. Shelley quedó convencido, no solo porque Mary era sabia e instruida, sino por­que tenía la sensación de que le entendía mejor que nadie. Declaró que la obra de su vida sería la poesía, y una vez tomada la deci­sión, experimentó un gran alivio. Le escribió a Hogg: «Hasta ahora nunca había percibido mi naturaleza en su integridad», y a Mary: «Eres la única que me reconcilia conmigo mismo y con mis queri­das esperanzas.»

Ahora que tenía decidido su objetivo, Shelley se puso en segui­da a trabajar. Con otro amigo de la escuela, el escritor Thomas Peacock, que vivía cerca, y Hogg, que iba a menudo de visita a Londres, se embarcó en un estudio riguroso de los poetas griegos e italianos. Con Mary se empapó de poesía inglesa. Leyeron The Faerie Queene [La reina de las hadas], de Spenser, de donde sacó Mary la idea de llamar a Shelley su «guerrero elfo», y aunque les entusiasmó el romanticismo del autor, con sus bosques de adjeti­vos y sus gloriosas estrofas, a ninguno de los dos le gustó su tono moralizante. La castidad, la templanza, la obediencia... No eran los valores que defendían ellos. ¿Y la libertad? ¿Y la imaginación? En otoño leyeron Paradise Lost [El paraíso perdido], de Milton, y quedaron deslumbrados por la viveza de su descripción de un Sa­tanás rebelde. Ese sí era un poeta libre de mediocres moralinas. Ese sí era un poema digno de ser imitado.

La influencia que acabaron teniendo estos debates tanto en la obra de Mary como en la de Shelley, y en la de otros escritores posteriores, es incalculable. Las ideas que desarrollaron fueron expuestas por Shelley en su Defence of Poetry [Defensa de la poe­sía], donde alaba a Milton por dar rienda suelta a su imaginación, y critica a Spenser por sus limitaciones filosóficas. La mayoría de los lectores de principios del siglo xix admiraban a Milton, pero ponerlo por encima de Spenser, considerado como el mayor poeta inglés, era un escándalo. Siglos más tarde, sin embargo, las ideas de Shelley y Mary no han perdido su vigencia. La Defensa de Shelley, leída por generaciones de universitarios, sigue siendo de lec­tura obligada en las aulas, y condicionando el punto de vista de in­numerables estudiosos y escritores. Actualmente, la idea de Shelley y Mary de que cualquier proyecto literario debe dar prioridad a la imaginación, y de que el artista debe recurrir a su visión e inspira­ción, absteniéndose de prédicas, es un lugar común literario. A los escritores jóvenes no se les enseña a explicar, sino a mostrar; a transmitir sus ideas a través de las imágenes y el argumento, no de lecciones y sermones. Y aunque es posible que estos principios ya no tengan tanto peso como en otros tiempos, de lo que no cabe duda es de que la Defensa de Shelley es uno de los grandes mani­fiestos del Romanticismo, famoso por derribar algunos de los prin­cipios más consolidados de la literatura inglesa, además de poner en la picota el énfasis cristiano en la literatura como instrumento de conversión.

Lo que casi nunca se reconoce es el papel de Mary en la confor­mación de las teorías revolucionarias de Shelley. El debate crítico se ha centrado más bien en la influencia de él sobre ella. Por un lado, la causante es la propia Mary. Según su versión, el gran hom­bre era Shelley, y ella una insignificante seguidora; pero la imagen que ofrece de la relación tiene más que ver con sus propias com­plejidades personales que con su colaboración real en Bishopsgate. La prueba es el drástico cambio que experimentó la obra de Shelley durante ese verano y ese otoño. A partir de las ideas que desa­rrollaron juntos, empezó la redacción de Alastor, el primer poema de cierta longitud que escribió desde que conocía a Mary. Consi­derado, por lo general, como su primer proyecto literario maduro, no recurre a largas notas para plasmar las ideas del autor, como Queen Mab, sino a símiles, metáforas, alusiones e imágenes de nueva creación, que infunden vida a los pensamientos. Lo más im­portante es que por primera vez Shelley se permitió profundizar en su conciencia, revelando, en palabras de Mary, «un corazón de poeta en soledad», lo cual confiere a Alastor un refinamiento psi­cológico del que carecía Queen Mab.

Mientras Shelley asumía su identidad como poeta, también Mary se encontraba inmersa en un aprendizaje literario, sin estar muy segura aún de qué escribir. Estudiaba griego, y leía con asi­duidad, llevando una lista detallada de sus lecturas, entre las que figuraban las obras de sus padres junto a otros textos de filosofía, ciencia, literatura clásica, teoría política, literatura de viajes, his­toria y hasta alguna que otra novela gótica. Durante los últimos meses del embarazo, el tema que más la apasionó fue el de la es­clavitud. A pesar de que la Ley de Abolición de 1807 había ilega­lizado la trata en suelo inglés, en el Caribe, Brasil y Cuba seguía en su apogeo el esclavismo, al igual que en América del Norte. Pro­fundamente afectada por las condiciones de vida de los esclavos, y por los malos tratos que sufrían, leyó testimonios de primera mano sobre la trata e investigó su historia hasta que los primeros dolores del parto la obligaron a dejar los libros. El 24 de enero de 1816 dio a luz a un niño. Le puso el nombre de su padre, William, con la esperanza de que el gesto pusiera remedio a su distancia­miento, pero Godwin no se ablandó. Siguió rechazando cualquier contacto con su hija, aunque al mismo tiempo no dejaba de perse­guir a Shelley para que le hiciera un préstamo, hasta que al final le hizo perder los estribos:

Conociendo mi carácter como lo conoce usted, me llena del más profundo estupor, y debo confesar también, habida cuenta de la extrema dureza y crueldad con la que me ha tratado, que de la más profunda indignación que hayan podido pesar en usted consideraciones que le hayan llevado a ser tan duro y cruel.

Mientras tanto, Mary trataba de aliviar el dolor del rechazo de su padre volcándose en los cuidados de su hijo recién nacido, que gozaba de buena salud. No reanudó sus lecturas sobre la esclavi­tud. Lo que hizo fue aprenderse de memoria los verbos griegos, leer los libros de su madre y escribir en su diario. El único contra­tiempo al que se enfrentó durante esa primavera fueron las fre­cuentes ausencias de Shelley, que transcurrido un año desde la muerte de su abuelo seguía peleándose con los abogados de su padre por el estatus de su herencia, y tenía que ir a Londres dema­siado a menudo para el gusto de Mary. Por suerte, este tira y afloja acabó bien para él. Sir Timothy aceptó pagarle algunas de sus deudas, y mantener su partida de mil libras al año. De estos ingre­sos anuales, Shelley reservó doscientas libras para Harriet: cicate­ra asignación para la madre de sus dos hijos, pero es que la tenía conceptuada como una traidora, y se decía que con un poco de contención podría mantenerse por sus propios medios.

Las ochocientas libras restantes no convertían a Shelley en un hombre rico, pero sí le permitían vivir con desahogo. En una épo­ca en que la remuneración anual de los trabajadores cualificados solo se movía entre las cincuenta y las noventa libras, y en que los abogados ganaban a lo sumo cuatrocientas cincuenta, los miem­bros de la baja y media aristocracia, con algo de cuidado, podían vivir con menos de quinientas al año. Si nos vamos al otro extre­mo, el señor Darcy de Jane Austen tenía unos ingresos anuales de diez mil libras; era, pues, un hombre enormemente rico, más o menos el equivalente de un millonario de nuestros días.

En marzo, Claire regresó de su exilio para hacerle una visita a Mary. Nada hacía pensar que hubiera tenido un hijo, si es que lo tuvo. Tal vez lo hubiera dado en adopción, o hubiera tenido un aborto natural, o se lo hubiera inducido una comadrona. A menos que, sencillamente, no estuviera embarazada. En todo caso, Claire y Mary recuperaron enseguida su compañerismo, no exento, como siempre, de tensiones. Batallas abiertas no hubo más. Ahora que había tenido un hijo de Shelley, Mary podía permitirse una mayor indulgencia. A pesar de todo, seguía percibiendo los celos de su hermanastra, por muy atemperados que estuviesen por el resurgir de su cariño y de su admiración.

A ojos de Claire, Mary parecía tenerlo otra vez todo: pareja, un hijo y un hogar. Al mismo tiempo, sin embargo, su vida parecía de un aburrimiento insufrible. Estar sentada al lado de la chimenea con un bebé, hacerlo saltar de un lado para el otro o pasearlo en cochecito parecían actividades totalmente insatisfactorias para una joven de dieciocho años tan vital como Claire. Por otra parte, si acababa de renunciar a su propio hijo, serían también desoladoras. Al poco tiempo, Claire ya iba y venía de Londres, instalán­dose en los alojamientos temporales de Shelley, para consterna­ción de Mary. A veces iba a ver a su madre y a Godwin en Skinner Street. Shelley y Mary tenían la esperanza de que convenciera a los Godwin para que los aceptase como pareja, pero Claire tenía poco interés en facilitar la vida a su hermanastra. Albergaba otros planes, inspirados en su ansia de protagonismo, y en su afán de aventuras, pero destinados a causarle tanto sufrimiento que años después se arrepintió de no haberse parado a pensar antes de po­nerlos en práctica.

share