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Historia de un pene polémico

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La publicación del fake 'El pene conceptual como constructo social' ha desatado la polémica: ¿realmente denuncia la vacuidad del lenguaje de los estudios de género o pone en evidencia el cipotudismo de sus autores?

Eudald Espluga

26 Mayo 2017 06:43

Aceptémoslo: vemos penes por todos lados. Obsesión cipotuda como pocas, basta con que alguien asome un bolígrafo a la comisura de sus labios para que ese pedazo de plástico se transforme en un miembro hipersexualizado. Se trata de un fenómeno transversal e inequívoco: cualquier ente más o menos cilíndrico, cuando es alcanzado por la mirada humana, muta automáticamente en un pito.

Además, con el desembarco de los emoticonos en nuestro imaginario, hemos incorporando un nuevo arsenal de metáforas visuales que nos ha llevado al borde de la paranoia fálica. Estamos en ese punto crítico en qué ni tan solo se requiere la existencia de un parecido razonable, de un vago aire de familia. ¿Un plátano? Lo entenderíamos. ¿Una berenjena? De acuerdo, pase. Pero, ¿un cactus? ¿una regla? ¿una guindilla?

(Imagen vía: Tom M. / Flickr)

Por supuesto, es un tic algo infantil, quizá exacerbado por la cultura de internet. Pero cualquier comparación más o menos ingeniosa siempre nos ha arrancado una risilla culpable.

El pene conceptual: ¿una disputa académica?

Sin embargo, si esta ubiquidad del miembro masculino nos ha parecido relevante es por lo sintomático de la decisión editorial de la revista Skeptic de ilustrar el polémico artículo sobre el “pene conceptual” con un mural de evocadores emojis. Sí, habéis leído bien: hay gente discutiendo por un pene conceptual.

Resumiéndolo mucho: Peter Boghossian y James Lindsay escribieron un artículo deliberadamente absurdo, titulado ‘The conceptual penis as a social construct’, parodiando el lenguaje de los teóricos postestructuralistas. Concretamente, su objetivo era deslegitimar y ridiculizar el campo de los estudios de género.

 Su artículo, publicado en una revista académica que exigía una revisión a doble ciego realizada por investigadores independientes, tenía por objetivo desenmascarar la burbuja teórica en la que supuestamente se encontrarían inmersos los feminismos posmodernos. En otras palabras: que el uso de conceptos como “paradigma androcéntrico”, “sociedad patriarcal”, “performatividad de género” o “machismo discursivo” serían un bla-bla-bla sin sentido alguno, mero flatus vocis.

(Imagen vía International Studies Association)

Su acusación, de entrada, parece razonable. No es la primera vez –ni será la última– que se señala el ensimismamiento académico del pensamiento de izquierdas que se agrupa bajo el paraguas de la así llamada french theory. En el campo de los estudios de género, esto es especialmente relevante por cuanto que figuras como Judith Butler, de gran proyección pública, han llegado a extremar la propuesta de sus predecesores.

Basta con recurrir al Postmodernism Generator, que los autores del artículo utilizaron para escribir el suyo, para entender de qué hablamos. Solo con clicar en el enlace se generan artículos con un título y una retórica que nos parece sospechosamente parecida a la de algunas publicaciones serias: “Narrativas predialecticas: surrealismo y relacionismo cultural”, “El paradigma capitalista del consenso en las obras de Rushdie” o “Teoría del poscapitalismo cultural y socialismo”. Hay más ejemplos:

Pedantes, ignorantes e obsesionadas

El problema es que Boghossian y Lindsay no se limitaban a criticar una jerga académica que naufragaba entre el tecnicismo y la vaguedad. En la parodia de este registro de radicalidad política, no solo parecen cuestionar el lenguaje, sino también las ideas que sostienen. Al escoger “el pene conceptual” como marco para realizar su alegato, están presentado los feminismos y sus lenguajes como una mezcla de pedantería, ignorancia y obsesión fálica.

La imagen de portada nos evoca directamente esta idea: las feministas ven penes por todas partes. Lo que en nosotros es socarronería y humor infantil, sugieren, para ellas es una amenaza cósmico-capitalista con la que pretenden explicar todos sus problemas. De hecho, se ríen de las reivindicaciones feministas hasta el punto de usar como recurso sarcástico el uso de alusiones injustificadas a la violación. Por ejemplo, en el artículo original se refieren al manspreading como un intento de “violación del espacio vacío”.

(Imagen vía: Getty Images)

En relación con el feminismo, su queja no es esencialmente diferente de ese deporte nacional que es cuñadismo de sobremesa. Se limitan a presentarlo como la exacerbación de un delirio político que quiere culpar a los hombres de todos los males de nuestra sociedad. No, dicen, no es filosofía académica: los estudios de género son un trastorno cipotudo aliñado con jerga sobre las relaciones de poder.

El pene conceptual sufre disfunción eréctil

Han sido muchos quienes han levantado la voz ante el ataque del “pene académico”. No solo por haberse comportado como un par de capullos –Amanda Marcotte, redactora de Salon, los llamaba “copule of dicks”–  sino porque su ataque contra el feminismo académico finalmente ha quedado en poco más que un bajarse los pantalones y hacer el ridículo.



Como muy bien destacaba Marta Roqueta en la revista Zena, el artículo de Boghossian y Lindsay fue rechazado por revistas que ni tan solo estaban entre las mejores del campo de los estudios de género. Por ello, finalmente tuvieron que recurrir a una revista de muy baja categoría en la que, encima, tenían que pagar para que el artículo se publicara. Todo su montaje quedaba deslegitimado: el simulacro de artículo no consiguió engañar a nadie del sector.

En palabras de Roqueta, lo único que se ha demostrado es que los garantes del escepticismo y el pensamiento crítico “son igual de susceptibles que los demás a creer en aquello que confirma sus ideas”. Más que cuestionar los estudios feministas, el artículo desnuda los prejuicios de sus autores y pone en cuestión la apelación acrítica a las revistas académicas como fuente de autoridad.

Quizá la acusación de paranoia fálica tenga un reverso curioso y, más que la prueba última de la insesatez de los lenguajes feministas, haya terminado por demostrar que el léxico cipotudo académico se encuentra en estado deflacionario.

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