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Opinion Un libro nunca te salva la vida, pero a veces te protege de tu propia miseria Lit

Un libro nunca te salva la vida, pero a veces te protege de tu propia miseria

Opinión

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Michael Heuss
 

Un libro nunca te salva la vida, pero a veces te protege de tu propia miseria

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/OPINIÓN/ “Los sentimientos oscuros de ciertos libros a veces pueden ayudarnos a descubrir en qué tipo de personas no deseamos convertirnos” #LosLibrosdeLuna

Me lo contó una amiga. Me dijo que lo recordaba vagamente porque en aquella época infantil las cosas siempre ocurrían vagamente. Eran mediados de los noventa y sus padres habían decidido separarse sin contárselo a la familia. Recuerda cómo se lo anunciaron: estaban en la cocina de su antigua casa. Se habían dado la mano con fuerza. Con tanta fuerza, pensó ella, que el rostro de su madre sólo demostraba dolor. “Vamos a separarnos un tiempo”, dijo su padre. “A papá le gusta otra mujer”, dijo su madre. “Pero eso no significa que no os quiera más que a nada en este mundo”, dijo su padre. “Papá te quiere”, dijo su madre. “Me iré esta noche”, dijo su padre. “Papá te quiere”, repitió la madre, antes de que él le soltara la mano, dejando cuatro marcas rojas sobre los nudillos de ella.

Así me lo contó. Así me lo imagino. Me dijo también que al final la cosa no fue tan grave. Que mientras los padres de sus compañeritos del colegio se divorciaban y se marchaban para siempre a casas distintas, los suyos regresaron bajo el mismo techo a las pocas semanas del anuncio de su separación. El amor había triunfado, entonces. Todo estaba bien.

Pero había algo más. Mi amiga pegó un trago a la copa de vino blanco e hizo una larga pausa. “Había algo más”, repitió. Muchos años después de aquello, mientras su padre agonizaba en la cama del hospital y su madre se quedaba a su lado, cuidando de él en la butaca contigua, ella custodiaba la casa en la que creció, nerviosa y esperando que las noticias que su madre le enviaba por WhatsApp fueran positivas. “¿Qué se hace cuando estás sola y esperando lo peor”, preguntó mirándome fijamente a los ojos. “No lo sé”, conteste. “Yo opté por leer. La lectura era lo único que me mantenía la mente fuera de mi situación, pero también los dedos fuera de mi boca. Para leer hacen falta dos manos. Cuanto más pese el libro, menos ganas de morderte las uñas tendrás”.

Al escuchar estas palabras, creí que la historia de mi amiga iba a terminar de la manera más previsible. Que me hablaría de cómo la lectura de un libro determinado le ayudó a superar el duelo, o quizá a afrontar la enfermedad de su padre de una manera más calmada, más sencilla, más despierta. Me equivoqué. Sus razones eran otras absolutamente distintas. “En una de esas mañanas de lectura febril, encontré un libro que me salvó la vida, ¿sabes? Era un librillo de poemas de un autor británico. No recuerdo su nombre, pero recuerdo que en la portada había una silueta de un barco. Los poemas que contenía no eran brillantes. La mayoría hablaban de desamor. De celos. De sexo triste”, dijo mi amiga. “¿Y en qué te salvó eso?”, pregunté extrañada. “Me salvó cuando leí las notas que mi padre había tomado a lápiz en los márgenes. En seguida reconocí su letra perfecta de funcionario. Eran versos y reflexiones breves a propósito de enamorarse de otra mujer. Miré la fecha de publicación del libro y entendí que el barco a la deriva de su cubierta no era tan distinto al barco a la deriva que fue él en los noventa”, respondió. “Insisto, ¿de qué te salvó eso dada la situación?”, volví a preguntar. “En realidad yo creo que los libros no te salvan. Más bien te ayudan a sobrellevar tu propia miseria. Lo que te estoy contando no tiene tanto que ver con la enfermedad de mi padre ni con la posibilidad de que una novela o un poemario me ayudaran a entenderla, qué tontería esperar eso de un libro. A lo que me ayudó es a entender que yo no quería ser como él. Que yo no querría escribir versos patéticos en los márgenes. Que no estaba dispuesta a convertir mi infidelidad en mala literatura dibujada a lápiz. ¿Me explico? Que nunca me perdonaría haber dejado una marca así”.

Me lo contó una amiga hace un tiempo, sí, pero yo me acordé de ello hace unos días, cuando en la sección de estilo/cultura de The New York Times la joven autora y editora Bindu Bansinath publicaba un texto titulado ‘Cómo Lolita me salvó de mi propio Humbert’ —traducido al español como ‘El dolor de descubrir que eres Lolita’—. “Sentí como si estuviera desarrollando dos identidades”, escribió Bansinath, “la mujer que era y la mujer cosificada que la eclipsaba. En Lolita descubrí una validación extraña: que ser un objeto de deseo era glamuroso. Si la mirada de un pedófilo podía normalizarse e incluso embellecerse, entonces quizá yo podía normalizar y embellecer mi propia situación. Era mucho más fácil digerir una imagen de mí misma como una nínfula que enfrentar mi condición de víctima”.

Siendo radicalmente distintas sus propuestas, lo que Bindu Bansinath y mi colega tenían en común era esa sensación de que lo más oscuro y terrorífico de la literatura, de que lo más patético, cursi y compungido de esta, de que lo más polémico y triste de un libro puede convertirse también en aquella tabla de salvación para nuestros miedos. En aquello a lo que bajo ningún concepto aspiramos ser. En eso a lo que debemos enfrentarnos radicalmente, con tal de desaprenderlo.

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