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Artículo Bebés que succionan, naves espaciales y profetas: bienvenidos a una distopía feminista Lit

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Bebés que succionan, naves espaciales y profetas: bienvenidos a una distopía feminista

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Imagen: Nuria Riaza
 

Publicamos las primeras páginas de 'La Puerta del Cielo' (Artistas Martínez), la primera novela de la joven escritora y editora Ana Llurba

PlayGround Books

01 Octubre 2018 16:48

Estrella se come las uñas mientras se pregunta si el Comandante o las hermanitas la ayudarán a salir del fondo del pozo cuando llegue el momento indicado. Cuando suceda lo que han estado esperando todo este tiempo que se acumula desordenado en su memoria. Sentada sobre su falda, Catalina la observa con sus ojos inexpresivos.

—¿Será así cómo acabe esto? —le consulta Estrella.

—¿Cómo? —pregunta Catalina, sin mover los labios.

—Así, con nosotras enterradas en el fondo de este agujero mugriento sin hacer nada —agregó Estrella mientras un bicho bolita se asoma por el agujero de una de las huellas dactilares que dejó en un charco en el barro.

—Estamos acá por algo. Acá tiene que estar la respuesta, el origen de todo —afirmó Catalina sacudiéndose un poco de tierra húmeda del ojo con su mano.

—¿El origen de qué?

—Tenés que contarle tu historia a tus testigos, a tu tripulación.

—¿Qué querés que les cuente? —dijo Estrella escupiendo las medialunas de sus uñas recién cortadas—. ¿Qué voy a contarles? ¿Que el bebé consume lo poco que como, mientras me sacudo los bichos y la tierra del cuerpo? Al menos el Primer astronauta tuvo todas esas experiencias alucinantes cuando acompañó a los Padres creadores en su viaje astral hasta llegar a Betelgeuse.

—Empezá a contarles tu vida, de la Fraternidad cósmica, de la vida en la Nave con las hermanas, de los preparativos para partir, de las cosas que te pasaron antes de que te castigaran. ¿Te pensás que los Testimonios de la Sabiduría Cósmica se escribieron en un día? Los Padres creadores y sus Mensajeros alados siempre premian a sus elegidas pero, sobre todo, a las que son perseverantes, y no me dejan tirada en el barro a la primera que huelen a sopa de caracú allá arriba.

—Mmm, caracú ¿por qué me hacés recordar eso, Catalina? —preguntó Estrella relamiéndose.

—Cuando los Padres creadores vengan a buscarnos espero que nos den algo más que el caldo de un hueso de mamífero —dijo Catalina reboleando los ojos con desprecio.

—¿Qué es un “mamífero”? —inquirió Estrella.

—Algo que tiene mamá. No como vos —le respondió sin mover los labios.

—Ojalá, sea lo que sea, lleve carne —afirmó Estrella. Y se imaginó un hueso de caracú gigante flotando como una isla desierta en medio de un océano verde pantano, un plato de sopa de arvejas.

Un ruido que vino de arriba la sacó de sus fantasías. Seguro que alguna de las hermanas habría roto un plato. El chillido de la hermana Valentina no demoró en escucharse. Luego se sintió que otro plato se estampó contra el suelo de la Nave. ¿Qué estaría pasando? ¿Se estarían rebelando las hermanitas? ¿Estaría el Comandante perdonando a alguna de las hermanitas y la hermana Valentina estaría enojada con él? Si castigaba a las de arriba, dejándolas sin comer como hacía con frecuencia en los últimos días, también le tocaría ayunar a ella.

—Esperemos que la hermanita Crista se siga acordando de nosotras —suspiró Estrella.

—Esa enana traidora... es como Judas, que denunció al Primer astronauta. Ya le caerá lo que merece. Los Padres creadores ven todo lo que hacemos.

—¿Cómo hacen para seguir lo que pasa afuera, en el exterior? —siguió Estrella.

—En realidad creo que solo ven lo que les interesa. Además, ahora tienen menos trabajo: solo quedamos nosotras y los supervivientes de la Catástrofe definitiva.

—¿Y el resto del sistema solar? ¿Y la galaxia? ¿Y los que nos esperan en Betelgeuse?

—Hacia allá envían a sus escuadrones de Mensajeros alados, como los que vienen por acá, cada tanto —aseveró Catalina.

Estas conversaciones inflamadas con expectativas que mantiene a diario con Catalina le inundan la cabeza con una frágil esperanza. Le gusta esa palabra: “esperanza”. Es como un hilito anoréxico de luz que la empuja a mirar más allá de la realidad que la asedia en esos cinco metros cuadrados de tierra.

Desde el fondo del pozo, Estrella solo ve una punta del techo de la Nave, un segmento descascarado de color pizarra repleto de estallidos blancos. Algunas veces es de un color negro apagado, otras de un azul interminable, dependiendo de los rayos de luz que entren en la escotilla. Cuando estos acarician su piel, intuye una pelusa dorada alrededor de su nariz. Eso le despierta un anhelo fugitivo que, entre el hambre y el frío, suele postergar, para vergüenza de ellos. Padres creadores que están en los cielos, santificados sean sus nombres.

Ahora Estrella abraza con fuerza a Catalina contra su pecho. Catalina se queja. No le gusta ese tic compulsivo. Estrella lo repite cada vez que presagia esos intermitentes golpes secos dentro de su vientre. El bebé le tamborilea las tripas, le induce hipo y erupciones estomacales que acabarán en vómitos, sobre los que después chapotearán, excitadas, sus nuevas vecinas, las cucarachas. La barriga se le ha hinchado como aquella vez en que unos parásitos crecieron dentro de ella y de la hermanita Crista. La hermana Valentina dijo que era el castigo de los Padres creadores por hacer trampa en la rutina diaria de saltos para simular la ingravidez. Pero esta vez no son aquellos gusanitos blancos que después le salieron con la caca sino un parásito más grande aún. Un bebé. Un bebé que habita en su barriga. Un bebé que crece, expandiéndose en la cárcel de un inhóspito lenguaje hormonal.

Estrella sigue con atención todos esos ruidos aunque sean familiares. Un balde con agua arrojado en la letrina. Los filamentos de plástico duro de la escoba arañando el suelo. Los goznes chillones de la puerta al abrirse. El trepidar de los zuecos contra el suelo de madera. Los gritos de la hermana Valentina durante las rutinas de abdominales, sentadillas y flexiones. Las hermanitas tropezando contra los conos durante los ejercicios de agilidad y percepción espacial. Sus risitas cuando leen párrafos de los Testimonios de la Sabiduría Cósmica que no entienden. El repique cristalino de los cubiertos contra los platos. El tintineo de los crucifijos de cristal. La voz en off de los documentales sobre el entrenamiento de los Maestros ascendidos para atravesar la atmósfera y llegar hasta la constelación de Orión. Los gemidos de alguna hermanita siendo perdonada en el Confesionario. El agua transitando por las cañerías como si fuera el sistema sanguíneo de la Nave.

Después de todo, Estrella no tiene nada que hacer allá abajo mientras los días se tropiezan unos con otros. Intuye sus sombras esqueléticas, inclinadas, y sigue con atención las rutinas de sus hermanas en la Nave. Desconoce la diferencia entre la noche y el día, solo esos famélicos rayos dorados que peinan su piel entrando de manera furtiva por la escotilla dibujan una frontera evanescente entre la claridad y las tinieblas. Estrella advierte si alguna de las demás hermanas la observa desde arriba porque la luz cambia al aparecer una cabeza en el borde. Algunas veces les grita, les arroja piedras e intenta convencerlas de que la ayuden a salir del pozo. Promete que les lavará la ropa, les dará su ración de comida o que cumplirá sus penitencias en su propio cuerpo. Pero ninguna, ni siquiera la hermanita Crista, le hace caso. Estrella intuye una cara desconocida en el reflejo del charco de agua. Se asusta y se tapa el rostro.

—Pero si esa sos vos, pelotuda —le gruñe Catalina agarrándose la cabeza de vergüenza ajena.

Asombrada ante el miedo que su propio reflejo le despierta, después de unos segundos, Estrella vuelve a asomarse a la superficie reflectante. Sin embargo, no se reconoce en los pómulos hundidos de esa chica tan flaca. Se abraza a sí misma, acariciándose los brazos. Estrella intuye que la única posibilidad de escapar del pozo hediondo no dependerá de las hermanas, del Comandante o de los Padres creadores, sino de ese bebé que late dentro de ella, dedicado en silencio a sus misteriosas actividades hace un par de meses. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. Amén.

El bebé. Ese ser que le succiona lo poco que come, como aquellos bichos que se enterraban detrás de las orejas del cachorro. Se hinchaban hasta convertirse en bolitas de sangre que la hermana Valentina le extirpaba con sus pinzas plateadas mientras el pobrecito lloriqueaba. Alguna vez hasta había intentado colárselos en una de sus fritangas, como si fuera chicharrón. Pero la hermanita Crista descubrió sus intenciones y acabaron todas vomitando en la letrina mientras la hermana Valentina las sermoneaba acerca de lo poco que resistirían la gravedad cero cuando las vinieran a buscar.

Quizás fuera cierto lo que le decía Catalina, y esta fuera la última prueba que los Padres creadores le imponían. Ahora debía seguir su consejo y relatarles su historia a sus acólitas, a su tripulación. Así ellas transmitirían a la posteridad el testimonio de estos días tan agrestes. Pero si era cierto todo lo que ella le decía: ¿cómo era posible que el Primer astronauta no dejara de sonreír en los Testimonios de la Sabiduría Cósmica? ¿Realmente había sufrido tanto antes de ascender hasta el cosmos, hasta la constelación de Orión y su estrella más reluciente, Betelgeuse, hasta La Puerta del Cielo?

Además, Estrella ni siquiera puede imaginarse a quienes se lo contarán cuando salgan de ahí. Le cuesta pensar que exista algo más complejo que el microuniverso donde vive. El territorio de ellas es más microscópico aún. Pero tiene fe. Ave Plateada Estelar, ruega por nosotras astronautas. Las cucarachas habían sobrevivido a la Catástrofe por su capacidad de rezar, según le contó Catalina alguna vez. Aunque Estrella también desconfiaba de eso: no eran bichos rezadores. ¿En qué momento rezarían? ¿Los habían visto alguna de las hermanitas rezando? ¡Si andaban todo el día nerviosos, de acá para allá, remolcando las pocas migas que había por el suelo de la Nave!

Entonces algo la interrumpe. A pesar de sus quejas, Estrella vuelve a apretar a Catalina contra su pecho. La ilusión perturbadora con forma de huesos que habita dentro de su barriga patalea, inquieta, como si se estuviera riendo a carcajadas. ¿Se reiría su bebé de ella? Se lo imagina con los ojos cerrados, agarrándose la barriga y señalándola con su dedo índice, con esa misma mueca inquietante que tenía el Primer astronauta. ¿El bebé ya tendrá formado el dedo índice? Debe dejar de hacerse tantas preguntas. Y rezar. O hacer algunos ejercicios. O esquivar a esas tres cucarachas que vienen hacia ella. Entonces se resigna, afloja un poco su posición de alerta y comienza a contarles a ellas, a su rebaño, a su tripulación cómo fue, cómo fue que llegó hasta acá.

'La Puerta del Cielo', a la venta el 8 de octubre

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