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Entonces decidí que no suicidarme era la mejor manera de quitarme la vida

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Una historia sobre lo que de verdad sientes cuando piensas "me quiero morir"

Helena Zurita

09 Agosto 2017 06:00

Uno

Esa noche había soñado que intentaba asesinar a mi jefe y lo primero que hice al despertar fue masturbarme.

Ni me lo pensé. Intuyo que fue un impulso natural. Algo relacionado con calmar la frustración de no haber podido apretar su cuello con mis manos.

Apretar. Qué verbo más feo y qué poco elegante para describir lo que yo hubiese hecho con esa garganta. Apretar. Cuello. Garganta. Reconozco que en el diccionario hay sinónimos que se ajustarían mucho más a la absoluta belleza que habría supuesto retorcer así su pescuezo.

Ahora sí. Cuánta sonoridad: Retorcer. Pescuezo. Eso me gusta mucho más.

Yo lo habría hecho sin esfuerzo. Lo habría hecho si no fuera porque constantemente se me escapaba. Porque salía corriendo cada vez que mis dedos alcanzaban su camisa. Era como una pesadilla, pero al revés. ¿En qué pesadilla se ha visto que los pies de plomo ralenticen sólo a quien persigue? ¿En qué maldito sueño es el perseguido el que consigue huir?

Entonces desperté, y con los puños todavía en tensión bajé las manos hasta las bragas y toqué rápido. Sin ganas. Con prisa y cuidadosa para no despertar a Fidel, que aún dormía al lado.

“¿Soy una asesina?” Me pregunté después, mientras desayunaba tostadas de aguacate y escuchaba el ruido como de lata que hacían las palabras de la locutora en la radio vieja de Fidel.

“¿Sería capaz de matar a alguien?” No, claro que no.

“¿No?” No.

“¿No?” No, qué va. Nunca.

“¿No?” ¿A qué esa insistencia? ¡Sabes que eres buena!


Dos

Al llegar a la oficina valoré la posibilidad de evitar todo contacto con mi jefe. Pero eso era algo difícil teniendo en cuenta que el calendario marcaba 8 de agosto y que en nuestro departamento casi todos los escritorios estaban vacíos ya fuera por las vacaciones o por la reciente limpia de personal a la que la empresa se acababa de someter.

Y allí estaba yo, una superviviente, haciendo scroll en un documento de Excel, precipitándome en una maraña de datos como quien cae por una madriguera en un cuento que ni siquiera es de hadas.

Superviviente.

Esa era la palabra que llevaba toda la mañana buscando.

Yo no era una asesina, joder, yo era una superviviente. Mi sueño no iba de matar a nadie, iba de vengar o de pedir disculpas. Iba de sentirse insignificante o de estar perdida. Al final, mi sueño no era un sueño sino una pesadilla de verdad.

Cerré los documentos de cuentas.

Apagué el ordenador.

Recogí mis cosas.

Pasé por el despacho de mi jefe sin mirarle y sin decir nada.

Apagué el teléfono por si Fidel me escribía.

“¿Soy una asesina?” Eres una asesina.

“¿Soy una superviviente?” Eres una asesina.

“¿No?” Sí.

“¿Sí?” Soy una asesina.

“¿A quién vas a asesinar?” A la asesina.

“¿A quién vas a matar?” ¿A mí?

“¿A quién?” A mí. Me voy a matar a mí.


Tres

Suicidarse es un acto estético. Una tendría que saber elegir bien el día, el lugar, la ropa, la técnica, el último horizonte hacia el que mirar o incluso el color de la tinta del bolígrafo con el que escribirá su nota de despedida.

Esa noche yo había soñado que quería dejar sin aire a alguien, así que pensé que quizá se tratara de una señal. Que la mejor manera de acabar conmigo misma era detener mi respiración. A falta de manos que pudieran retorcerme el pescuezo, opté por caminar hasta el Paseo Neptuno, ir descalza por la arena y, como si de una escritora antigua o alguna heroína trágica se tratara, meterme en el mar hasta ahogarme.

Pero suicidarse es un acto ante todo estético. Y una tendría que saber elegir bien cómo hacerlo.

“¿De verdad?” Qué.

“¿De verdad?” Qué.

“¿Cómo voy a suicidarme un 8 de agosto?” Qué.

“¿No es un día un poco cutre para morir?” Quizá.

“¿Me quiero morir?” Supongo.

“¿Por qué iba a suicidarme hoy y no cualquier otro día?” Porque hace calor.

“¿Cómo voy a suicidarme si la playa está llena de gente?” Te pararán.

“¿Y si me sacan del agua y no me muero?” Te arrepentirás.

“¿Y si nado hacia lo más hondo y aún así sobrevivo?” Podrás masturbarte a la vuelta.

“¿Y si no lo hago y el resto de mi vida me siento tan miserable como hoy?” Llevas mucho tiempo sintiéndote tan miserable como hoy.

“¿Me voy?” Te vas.

“¿Lo dejo?” Déjalo.

Con el agua por las rodillas y el chapoteo de los niños de vacaciones que jugaban a mi alrededor, me sentí buena y estúpida.

Y fue entonces, al poco de tomar la decisión de suicidarme, cuando supe que la mejor manera de matarme era no quitarme la vida.

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