PlayGround utiliza cookies para que tengas la mejor experiencia de navegación. Si sigues navegando entendemos que aceptas nuestra política de cookies.

C
left
left
Artículo Aquí tienes unas cuantas buenas razones para suicidarte Lit

Lit

Aquí tienes unas cuantas buenas razones para suicidarte

H

 

Acaban de publicarse dos obras fundamentales que abordan el suicidio al margen de los prejuicios habituales, y responden afirmativamente a la pregunta de si existen buenas razones para desear nuestra muerte

Eudald Espluga

21 Marzo 2018 06:00

Creemos que no es posible desear aquello que se ignora, y por ello tratamos el suicido como un fracaso: el resultado trágico de un razonamiento defectuoso. Estigmatizamos a los que siguen este camino porque no la vemos como una opción que se pueda elegir realmente: o nos decimos que en el fondo no eran libres o les achacamos una falla en la voluntad.

Quizá por esta razón la lectura de Suicidio, de Édouard Levé, resulta tan fascinante. Más que una nota de despedida, un mensaje cifrado destinado a sus lectores, descubrimos un esfuerzo por eliminar lo accidental de su ruina. Apenas diez días después de entregar el manuscrito a su editor, Levé se ahorcó en su apartamento. Había negado varias veces que el libro fuera un anuncio de su muerte, y podemos imaginar que su voluntad era clara y largamente premeditada, que incluso experimentaba cierto placer en la ejecución de su plan.

En apariencia, su suicidio fue una decisión radicalmente libre. Levé escogió este camino para cerrar la hipótesis que fue su vida. "Sólo los vivos parecen ser incoherentes", escribió, y tenía muy claro que el sentido de la existencia se proyectaba de atrás hacia adelante. Levé no había fracasado con; no había cedido a; no se había visto empujado por. El suicidio era su última decisión editorial: había optado por una conclusión extrema con la que nos obligaba a releer su vida a la luz de sus libros.

"¿Vivir la muerte era verla venir y recibirla, más que sufrirla brutalmente sin tiempo de sentir nuestra partida? ¿era elegirla por anticipado, para afirmar el libre albedrío ante lo ineluctable?"

Como el poeta Gabriel Ferrater, que decidió matarse antes de llegar a los 50 y terminó haciéndolo unos días antes de su cumpleaños: ingirió pastillas, alcohol y metió la cabeza en una bolsa. Como Simone Weil, que decidió llevar sus ideas políticas hasta el final, aunque su solidaridad le supusiera la muerte. Como Yukio Mishima, que tras escribir su testamento ideológico, en el que rechazaba la decadencia del presente, se hizo el harakiri: "si verdaderamente mi lógica no se sostuviera en una experiencia original, si simplemente flotara en el aire", concluyó el escritor japonés, "mi estética sería una gran mentira".

Como todos ellos, Levé convirtió su suicidio en una continuación —ahora necesaria— de su obra. Fue un acto soberbio, privilegiado, el esfuerzo de un perfeccionista que quiso evitar que la contingencia estropeara la trabajada simetría entre vida y literatura. "¿Vivir la muerte era verla venir y recibirla, más que sufrirla brutalmente sin tiempo de sentir nuestra partida? ¿era elegirla por anticipado, para afirmar el libre albedrío ante lo ineluctable?".

Sin embargo, su caso es una excepción. Los demás difícilmente podemos aspirar a esta soberanía literaria sobre la vida. Basta con recordar el caso de Hermann Burger, quien tras escribir el Tractatus logico-suicidalis —un grotesco ensayo sobre el arte de matarse a uno mismo con un prólogo apócrifo en el que fantaseaba con su propia muerte—, terminó suicidándose pocos meses después. ¿Cómo es posible que el mismo hombre que había escrito un "sarcasmo erudito" sobre el suidicio, una obra frívola e hiriente, estuviera tan al límite de la depresión que después de publicar el libro se viera incapaz de soportar su vida? Un libro que se ríe de los libros escritos como nota de despedida, ¿puede ser una nota de despedida?

En el prólogo, Hermann Burger se imaginaba suicidándose el 13 de enero 1988. Y por una casualidad algo lúgubre esta fue la misma fecha en la que, casi treinta años después, se dio muerte el ensayista británico Mark Fisher.

Aunque éste había escrito largamente sobre el suicidio, la depresión, la soledad y el sentimiento de fracaso, no fue hasta su muerte que se empezó a leer Los fantasmas de mi vida, publicado dos años antes, como una suerte de testamento vital. Su suicidio fue una noticia especialmente cruel en la medida que sus escritos autobiográficos estaban dedicados a politizar el sufrimiento. Fisher creía que muchas formas de depresión se entenderían mejor, y se podrían combatir mejor, a través de una aproximación impersonal y política que se desentendiera del vocabulario intimista de la psicología.

Como Levé, también él había mezclado su obra con su vida: "mi depresión siempre estuvo atada a la convicción de que yo era literalmente un bueno para nada. [...] Carecía de la calma confianza de quien ha nacido para ocupar un rol". En este sentido, su muerte no puede leerse al margen de sus escritos, especialmente por lo tentador que resulta utilizar su trayectoria para atacar sus ideas políticas: ¿cómo es posible que el pensador marxista que había escrito sobre la politización del malestar hubiera sucumbido finalmente al abatimiento? ¿Cómo interpretar que el autor de un ensayo fundamental para imaginar alternativas al sistema capitalista se hubiera visto superado por la desesperanza?

Tradicionalmente el suicidio se ha visto como una realidad estática que escapa a la voluntad de los sujetos. A los suicidas se les niega su libertad; cuando la muerte entra en escena, su voluntad desaparece. Sólo en casos excepcionales como el de Levé estamos dispuestos a aceptar que se trata de un acto libremente elegido. Y lo hacemos porque pensamos que sus razones son las correctas.

Pero, ¿por qué el malestar no puede constituir también una buena razón? Esta es la pregunta que nos lanza Los fantasmas de mi vida. Mark Fisher no habría "fracasado", no habría sido "derrotado". La infelicidad es política precisamente porque el bienestar tiene una historia y una ideología. Al final, el suicidio es un rechazo salvaje del estado de cosas presente, la elevación del resentimiento a un plano existencial.

Si la muerte de Mark Fisher fue un acto político del mismo rango que el suicidio de Simone Weil no lo podemos saber. Pero tanto su libro como el de Levé nos permiten aproximarnos al suicidio dejando de lado los prejuicios que ligan este acto al determinismo y el fracaso. Son dos respuestas diferentes a una misma pregunta, pero igualmente afirmativas: sí, podemos deasar nuestra muerte. Tenemos buenas razones para hacerlo.

share