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Opinion ¿Tomates y algoritmos? Por qué el futuro del campo no debe estar en manos de robots Now

¿Tomates y algoritmos? Por qué el futuro del campo no debe estar en manos de robots

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¿Tomates y algoritmos? Por qué el futuro del campo no debe estar en manos de robots

OPINIÓN // "Plantear los robots como la única opción de futuro en el campo es como pasar la hoz por encima de las cabezas de millones de campesinos"

Un brazo mecánico siembra, riega, poda y cosecha plantas que no necesitan tierra y apenas agua. Son los campesinos robóticos Angus, de Iron Inox, la primera granja inteligente de interiores que ya está comercializando sus verduras en restaurantes y supermercados de EEUU. "Cultivado por robots con amor", dice en el anuncio. Desde la empresa, aseguran que las máquinas cultivan mucho mejor que los humanos por su gran precisión. Y además, que han tenido que inventarlos porque no hay personas suficientes para labrar la tierra. Nadie quiere.

Afirmar que “el campo está en crisis” puede provocar palidez en unos, indiferencia en otros y carcajadas, precisamente, entre los campesinos. Que eso no es nada nuevo, que el campo siempre ha estado en crisis, dirán: mucho esfuerzo, mucha inversión, poco dinero a cambio y reconocimiento prácticamente nulo.

Pero en los últimos años, la soga sobre el cuello de los campesinos se está estrechando hasta dejarlos sin aire. Tanto en Europa como en Estados Unidos, agricultores y ganaderos están perdiendo dinero año tras año. De media, en el campo estadounidense se está ingresando un 50% menos de beneficios que en 2013. Y se prevé que este 2018 se cierre con una caída del 6,7% respecto al año anterior, lo que resultará en los beneficios más bajos desde 2006.

Hay pérdidas de hasta el 70%, como en el caso de los ganaderos alemanes del sector lácteo y porcino. Por esta razón, un 4,5% de granjas cerraron entre noviembre de 2014 y de 2015 (de 76.469 a 73.255), según cálculos de ABL, el sindicato de pequeños agricultores alemanes. Paradójicamente, el descenso de vacas lecheras fue solamente del 0,3%.

La explicación de lo que pasa en todos los campos de Occidente es universal: ahogados por las dificultades económicas y un clima cambiante y extremo, los pequeños y medianos agricultores renuncian a sus explotaciones, que son compradas por grandes empresas.

Phil Hogan, el Comisario Europeo de Agricultura, se fijó como objetivo de su mandato proteger las explotaciones familiares, que considera el motor del campo europeo. Todo ello, en mitad de la agitación que el Brexit está causando en las negociaciones de la nueva Política Agraria Común (PAC), el paquete de ayudas económicas al campo europeo que supone un 40% del presupuesto de la Unión Europea.

Igual que Hogan, Donald Trump prometió lo mismo en su campaña hacia la presidencia. Renovó las esperanzas de miles de agricultores estadounidenses, que lo votaron masivamente, entusiasmados por sus políticas proteccionistas. Nada sabían de las guerras comerciales con China, Europa y América Latina que su presidente iba a desencadenar y que menguarían aún más sus ingresos. Los peores augurios no se han hecho esperar. La crisis agraria vuelve a cernirse sobre EE.UU, con las mismas características que la de los años 80: caída en picado de los precios que se paga a los campesinos, aumento del precio de la maquinaria y productos agrícolas, descenso de las exportaciones.

Para paliar los efectos de la crisis y de una Farm Bill inesperada, que ha golpeado en especial a las explotaciones agrarias familiares, elevando la tasa de suicidios en el mundo rural, el Congreso aprobó dos medidas: la Stress Act y la Farmers First Act, esta última con una financiación de 50 millones de dólares para los siguientes 5 años. Además, Trump ha puesto sobre la mesa 12 billones de dólares en compensaciones económicas por los desmanes de sus guerras comerciales. Un parche de urgencia para contentar a los que creyeron ciegamente en el eslogan de una gorra roja.

¿Qué se está haciendo para asegurar la supervivencia de las explotaciones agrarias? Tanto en España como en el resto de Europa y de Estados Unidos, seguimos usando las manos de los migrantes, que convertimos por temporadas en maquinaria barata para hacer el trabajo que nadie quiere hacer. Unos meses en la tierra prometida, de duro trabajo a la intemperie y en condiciones infrahumanas, como se demostró en el caso de las temporeras de fresas en el sur de España. Y luego, adiós, vete a tu país, aquí no aportas nada.

A todo esto, la tormenta de ultraderecha y sus políticas antimigración no tiene mucho que decir. ¿Qué comerá Estados Unidos si los migrantes mexicanos, guatemaltecos, hondureños, que cultivan sus alimentos terminan devueltos como si de electrodomésticos defectuosos se tratara en el aftermath de un Black Friday, tal y como el presidente Trump promete?

En mitad de este momento de crisis, se ve una luz al final del túnel: la Declaración de Derechos de los Campesinos y Otros Trabajadores Rurales, impulsada por la Vía Campesina, está siendo aprobada por los distintos comités de la Organización de las Naciones Unidas. En ella se disponen los principales reclamos para una transformación radical del campo: trabajo justo, acceso a la tierra, soberanía alimentaria.

Algunos apuntan a la robotización de la agricultura como la solución universal a la problemática agraria. ¿Está (también) en los algoritmos el futuro del campo? La solución es de nuevo tramposa. Su alto coste inicial solamente puede asumirse por las grandes explotaciones, esas que aprovechan la huida del campo de los pequeños y medianos productores para ampliar sus extensiones de tierras. Plantear los robots como la única opción de futuro en el campo es como pasar la hoz por encima de las cabezas de millones de campesinos.

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