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Que no haga falta tener tantos huevos

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Una cocinera explica su experiencia personal como mujer trabajando en restaurantes: "Friegaplatos que te agarran por el cuello a la hora del cierre y te recitan en la oreja que en su país tú serías quien friega los platos"

Maria Nicolau

26 Enero 2018 14:51

Estos dos últimos días han sonado dos campanas en Twitter que he apreciado enormemente, artículos que hay que agradecer como El machismo silencioso de la gastronomía española en El Comidista o el publicado en PlayGround de Carmen Alcaraz del Blanco, A quienes minimizan el machismo en la gastronomía, porque abren la puerta a generar entre todos un espacio seguro de conversación.

Y, en este caso, el tema es muy personal, brutalmente personal, personal de todos y todas los que podamos sentir que tenemos experiencias para compartir. Y es urgente y vital aconseguir generar este espacio seguro donde resulte más fácil, menos agrio, desnudarse y explicar historias, compartir experiencias, que una vez puestas en común puedan dejar por fin de ser vividas de forma tan personal y silenciosa para ser exorcizada como un hecho social, corrupto y enfermizo: de todos.

El machismo (la violencia en cualquiera de sus formas) gana cuando nos sentimos solos o desamparados. El ‘divide y vencerás’ no es una manera de hablar. Abrimos la veda a compartir, la única manera que siento para que nos podamos dar cuenta de que lo que le sucede a uno, sucede también al compañero o a la compañera y, en este caso, escribiré mi historia empujada por la necesidad que sentí en su momento al conocer las historias de otras mujeres que se hubieran visto en situaciones similares.

Ahora también quiero escucharlas, así que toca abrirse y predicar con el ejemplo.

¿Hay machismo en la cocina?

Sí. Un sí rotundo. Dicen. ¿Verdad?

Es profundamente difícil despertar en una normalidad patológica mientras la estás viviendo. El problema nace tal vez en confundir ‘normal’ con ‘saludable’, cuando resulta obvio que ‘normal’ simplemente es cómo se han hecho las cosas hasta ahora. Lo cura el tiempo, la perspectiva, las amigas. Lo cambia la lucha.

Difícil afirmar con rotundidad en voz alta que la cocina es un ámbito machista cuando el estado de alarma se dispara más bien cuando se quitan los delantales, en los trayectos de vuelta del turno de noche del horario partido

Difícil afirmar con rotundidad en voz alta que la cocina es un ámbito machista cuando el estado de alarma se dispara más bien cuando se quitan los delantales, en los trayectos de vuelta del turno de noche del horario partido siete días de cada diez, sea para atravesar la noche de París del VIIIème al XIème andando o en bus nocturno, sea para ir del centro de Granollers a la estación de Canovelles cuando empieza a caer la noche. Evitar los taxis, desde donde no se puede salir sin la voluntad del conductor, colocar el mango del cebollero encarado a la cremallera de la mochila, llevar siempre un cigarro encendido en la mano derecha, sustituir la baqueta de madera por una varita puntiaguda para hacerse un recogido japonés en el pelo. Trucos. Todos testados.

Y es entonces cuando se enciende la luz de alarma probablemente porque de donde salimos, la cocina, es un ámbito donde hemos asumido una normalidad totalmente sesgada, que no percibimos como violenta porque no nos soprende.

Aprendí a transformar la rabia, las lágrimas tragadas (‘¿quieres cobrar lo mismo? Pues levanta el puto saco de harina solita), el dolor físico de la injusticia y las horas, en fuerza motriz.

Mi primer trabajo en la hostelería fue a los dieciséis años, cuando hacía de camarera en una cafetería los fines de semana y en verano llevaba un bar de bocadillos y plancha cuando la propietaria estaba de vacaciones, pero fue a los diecisiete años que podría decir que entré de lleno, como cocinera en un hotel de La Garriga. Primero para pagarme los estudios de Sociología y Políticas y luego los de hostelería. Allí convalidé las prácticas de cocina por la necesidad de seguir teniendo un sueldo para colaborar con las facturas de casa.

A los diecinueve, después de invertir tres semanas de vacaciones del hotel en un ‘stage’ voluntario, Lorenzo, jefe de cocina histórico de la gran casa de la cocina catalana que fue y es La Fonda Europa, de la familia Parellada, me llamó para ofrecerme entrar a trabajar como empleada contratada en el equipo de cocina. Aquel lunes de 2002 fue el primer dia que una mujer entraba a formar parte del equipo con derecho a sueldo en sus 250 años de historia. De esto hace dieciséis años.

Aquel lunes de 2002 fue el primer dia que una mujer entraba a formar parte del equipo con derecho a sueldo en sus 250 años de historia. De esto hace dieciséis años.

Aquellos fueron los tiempos más duros de mi vida laboral, también los que me hicieron crecer más y a los que estoy más profundamente agradecida. Foco. Con una obsesión Doriniana (“sigue nadando, sigue nadando”) para cocinar, a hacer lo que hiciera falta con toda la intensidad posible, con un sentimiento profundo de deuda con el jefe de cocina por la oportunidad única que me ofrecía. Aprendí a transformar la rabia, las lágrimas tragadas (‘¿quieres cobrar lo mismo? Pues levanta el puto saco de harina solita), el dolor físico de la injusticia y las horas, en fuerza motriz. Me convertí en una máquina de currar de cuarenta y dos kilos de peso entre una veintena de centauros de entre treinta y setenta y cino años que nunca habían tenido a una ‘niña’ en la cocina.

Por lo que sé esta situación no se ha vuelto a repetir; es decir, no ha vuelto a trabajar ninguna mujer que no fuera en categoría de stagier. Costó la vida. Ahora los quiero a todos como si fuéramos hermanos, y sé que es recíproco.

Con frecuencia me dicen que soy una mujer de carácter, y a mí me da la risa tonta. Eso de ‘mujer de carácter’ en sentido peyorativo cuando lo que pasa es que te niegas a bajar los brazos y rendirte al papel que la sociedad asigna a tu etiqueta de género.

Con frecuencia me dicen que soy una mujer de carácter, y a mí me da la risa tonta. Eso de ‘mujer de carácter’ en sentido peyorativo cuando lo que pasa es que te niegas a bajar los brazos y rendirte al papel que la sociedad asigna a tu etiqueta de género. Sé que sin mi tozudez extrema a seguir un camino si lo veo claro, mi magnífica soltura para blasfemar muy fuerte, y mi obstinación a no venderme la libertad de decidir què hago con mi vida, no podría haber hecho ni un paso fuera del camino marcado.

“Cómo puedes ser tan fina currando y tan bruta hablando” –un ayudante de cocina, lo recuerdo como si fuera ahora. Cariño, en mi caso una cosa lleva a la otra.

Más adelante vinieron otros restaurantes, chefs que en la mesa de la comida del personal preguntaban en voz alta la talla de sujetadores del personal femenino para poder ‘escoger mejor’ las chaquetas de cocina, friegaplatos argelinos que te agarran por el cuello a la hora del cierre y te recitan en la oreja que en su país tú serías quien friega los platos, chefs estrellados que se te acercan por la espalda y te ofrecen un masaje, codazos en los cambios de turno, apagones del horno a mitad del soufflé cuando no miras… chefs que te contestan con silencio o con ‘y yo qué quieres que le haga’.

Chefs que en la mesa de la comida del personal preguntaban en voz alta la talla de sujetadores del personal femenino para poder ‘escoger mejor’ las chaquetas de cocina...

En serio: ¡blasfemar muy fuerte lo es casi todo!

Cosas todas estas que han ido formando parte de la normalidad patológica de la vida laboral en la cocina de casi todas las cocinas donde he estado, de mi vida laboral y la de todos mis compañeros y compañeras: porque, chicos, todos estábamos allí. Y ya está mejor que hace treinta años, mucho mejor que en tiempos de nuestras abuelas, pero, como diría el gran Pitufo, ‘¡Bondad Divina si no está todo por hacer!’.

¿Y la conciliación dónde queda?

A todas estas, cuando tuve a mi hija me hice autónoma para poder controlar mi agenda y elaborar un plan que me permitiera no renunciar a pasar la primera etapa de la pequeña con ella. Tenía claro que eso no sería posible dentro de la rueda de horarios y turnos partidos de un restaurante con un poco de altura y me negaba a dar por terminadas mis aspiraciones de seguir creciendo profesionalmente, como me negaba también a no disfrutar de unos años que no volverían. Hacía talleres y seminarios de cocina y pastelería y diseñaba, cocinaba y emplataba banquetes con un bebé en la espalda al estilo de las mujeres africanas que vemos en los documentales de National Geographic, pero con unos privilegios infinitamente superiores a los suyos, así que si ellas podían yo no tendría que tener ningún problema.

Hacía talleres y seminarios de cocina y pastelería y diseñaba, cocinaba y emplataba banquetes con un bebé en la espalda al estilo de las mujeres africanas. Si ellas podían yo no tendría que tener ningún problema.

El parvulario a sus dos años me dio aire para reincorporarme a la restauración en la franja del menú diario, santo grial de la conciliación, de lunes a viernes, de nueve a cinco. Estuve en Ramon, arranqué el restaurante del Club Nàutic de Arenys de Mar cuando un antiguo empresario a quien años antes había ayudado a arrancar la restauración de un hotel me pidió ayuda y, una vez acabado este proyecto, entre a Metric, otra vez en horario de menú diario por motivos de conciliación.

Después de seis meses, y después de haber cuadruplicado y consolidado la facturación del restaurante en mi franja, me ofrecieron el puesto de jefa de cocina. La negociación de mi contrato duró dos meses. En cerrar el acuerdo, en el día que conseguí tejer una logística que me permitiera hacer una comida significativa al día con mi hija seis días de cada siete, el padre de la criatura terminó por cambiar de comunidad autónoma y desaparecer casi por completo.

Cuando alguien desatiende sus responsabilidades, estas responsabilidades no se esfuman por arte de magia, sino que se trasladan a las espaldas de la persona que decide encargarse, o se transforman en vacíos, en preguntas sin respuesta, en heridas. En ese momento no estaba dispuesta a no asumir ni las de mi cargo en el restaurante ni las que hacían referencia a mi hija, no sé si fue la decisión correcta, fue la mejor que fui capaz de tomar en aquel momento. Y seguí. Con los servicios delirantes de jueves, viernes y sábado por la noche, seguidos de visitas a urgencias hasta las dos de la madrugada porque la hija ha caído en la ducha estando con la canguro, antes de despertarte para un turno partido de los malignos (los del oficio ya sabéis a qué turno partido me refiero) al día siguiente.

Seis kilos menos y un año más tarde la situación se me hizo insostenible a muchos niveles, y cuando me ofrecieron una casita en el campo gestionando un restaurante pequeñito dije que sí. Con entusiasmo, por necesidad física, pero con tristeza por dejar Metric.

La conciliación.

No he tenido tiempo de pensar en ella.

Solamente puedo lanzar cuatro palabras al vuelo: no la veo. Yo no la he visto. No he tenido tiempo.

La conciliación. No he tenido tiempo de pensar en ella. Yo no la he visto. No he tenido tiempo.

Aterré en Vilanova de Sau, un pueblo que me era totalmente desconocido, de 250 habitantes. El proyecto inicial quedó en ‘standby’, como muchas otras cosas de la vida de todos que no salen como uno espera, y la vida, a El Ferrer de Tall, el restaurante y sede social del pueblo donde estoy ahora, me ofrece una calidad de vida superior a todo lo que hubiera podido imaginar y que tiene mucho que ver con el hecho de vivir justo al lado, hacer de comedor escolar de los niños del pueblo y poder tener a la pequeña por el patio, por la sala y por la cocina, pelando ajos si hace falta, yendo de forma autónoma de casa al trabajo y del trabajo a casa en los servicios del sábado y el domingo.

Tengo la oportunidad única de pasear, encontrarme con artesanos y pastores que aman el producto que tocan y que viven de su oficio, íntimamente ligado con el mío, con una pasión que se contagia. Estoy muy cerca de los ciclos naturales, de los ingredientes recolectados al momento, los que vienen sin envase, del ‘no hay setas porque no ha llovido’, y da igual lo que diga Mercabarna, del residuo cero en la cocina porque entra poco plástico, y porque se da salida a todo: desde alimentar a los perros de caza, hacer fuego con la cajas de la fruta, hasta compostaje para el huerto.

Ir hacia delante será ir hacia atrás en el tiempo y resucitar la imagen de las abuelas que trajinaban por la cocina con los niños entre las faldas, que lo podían hacer porque estaban en su casa y porque ellas decidían qué, cómo y cuándo.

Tengo claro el siguiente paso, que me tomaré con calma porque la necesito, pero que ocurrirá. El único paso posible para crecer y expresarme culinariamente como a mí me gusta, y que es a la vez lo mejor posible, el motivo por el cual me hice cocinera desde buen principio y del cual ya sabía, en ese primer día, el color de las baldosas del suelo, cuadradas, blancas y negras.

Ir hacia delante será ir hacia atrás en el tiempo y resucitar la imagen de las abuelas que trajinaban por la cocina con los niños entre las faldas, que lo podían hacer porque estaban en su casa y porque ellas decidían qué, cómo y cuándo.

¿La cocina es un entorno especialmente machista?

Coincidiendo con Cristina Jolonch, es obvio que en la cocina hay machismo como hay machismo donde hay personas que repiten roles aprendidos desde el minuto cero de vida, que implementan ‘normalidad’ acción a acción porque es lo que han mamado, lo que han aprendido. En la cocina como en todas partes, vaya. Las personas y nuestras neurosis colectivas lo somos en todos los ámbitos. Los horarios, las dinámicas, las actitudes en la cocina los hemos hecho y/o aceptado entre todos. Hace falta parar, reflexionar y replantearnos si lo queremos cambiar y qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo.

Cuesta encontrar mujeres jefas de cocina o hasta mujeres a cargo de la partida de carne o pescado, o simplemente llevando la parrilla, en restaurantes de un mínimo nivel gastronómico.

La cocina es un espacio donde con frecuencia todo pasa en un contexto de alta intensidad, de rapidez, de adrenalina y tensión. Es también un tipo de trabajo con un gran componente físico. Tal vez por eso todo lo intensifica, machismo incluído. Si una se siente cómoda y capaz con la parte física del oficio, no hay problema, en caso contrario, hace falta ascender para poder delegar esta parte en alguien que se encuentre cómodo. Ascender y delegar. Ese sería el punto crítico. Las cifras de cargos de responsabilidad de las mujeres en las cocinas no son demasiado alentadoras. Cuesta encontrar mujeres jefas de cocina o hasta mujeres a cargo de la partida de carne o pescado, o simplemente llevando la parrilla, en restaurantes de un mínimo nivel gastronómico. En esferas más altas es todavía más difícil.

Me pregunto por qué.

Esta es mi experiencia.

Me siento profundamente agradecida hacia quien la haya leído.

Puedes leer la versión original del texto en catalán aquí

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