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Opinion Todo lo que he aprendido de la bulimia en 10 años sin vomitar Food

Todo lo que he aprendido de la bulimia en 10 años sin vomitar

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Todo lo que he aprendido de la bulimia en 10 años sin vomitar

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"Aunque empecé a vomitar antes de necesitar sujetador, las propias bulímicas siempre nos hemos sentido anoréxicas de segunda"

Nochevieja. Ocho de la tarde, como cada año, empiezo puntual el ritual. Maquillaje, pelo, vestido. De fondo suena Un año más de Mecano, una que es así de cliché. En mi cabeza, proyecciones mentales del año que está por venir.

Caigo en la cuenta de que este 2018 haré 28, es decir, una década desde que cumplí la mayoría de edad. Empiezo a pensar en cómo me ha cambiado la vida en los últimos 10 años: venirme a Barcelona, la universidad, tropecientos amores y desamores, adoptar a mi perrita de lunares. Grandes amigos, grandes juergas, mis primeros trabajos, mi primer piso para mi sola.

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De pronto me siento muy adulta, muy donde quiero estar, y entonces reparo en el motivo principal por el que estoy aquí y no muerta del asco, deprimida parasitando en casa de mis padres: este año se cumplirán 10 años de que me puse en tratamiento por mis trastornos alimenticios por última vez.

De pronto caigo en la cuenta de que he necesitado casi una década sin vomitar para entender mi propia bulimia.

Empecé a vomitar antes de necesitar sujetador

Recuerdo la primera vez.

Hacía buen tiempo, debía de ser primavera. Estaba con dos amigas atiborrándome a chucherías en mi portal.

Recuerdo la culpa pinchándome la nuca y quemándome en el estómago. Necesitaba sacarla de ahí.

“Subo a casa un momento, ahora bajo”.

Me metí al baño, cerré el pestillo, me clavé los dedos en la garganta y vomité hasta asegurarme de que no quedaba nada. Hasta que me dolía el esófago. Hasta que solo salía bilis.

Al bajar, probablemente mis ojos rojos y llorosos me delataron, porque recuerdo como se miraron entre ellas al verme, como juzgándome.

Todavía no había cumplido los 13 años.

Pronto cogí práctica. Cada vez vomitar era más fácil. Llegó un punto en el que prácticamente podía hacerlo simplemente haciendo fuerza con el estómago, casi me lo tomaba como un reto, como un “Mira, mamá, sin manos”. De hecho, pronto lo difícil no era vomitar, sino no hacerlo.

Aprendí a disimular el ruido abriendo el grifo o la ducha. A robar comida en el supermercado para darme mis atracones. A tirar la que me servían mis padres cuando ayunaba.

Recuerdo también la primera vez que vi un hilo de sangre corriendo por la porcelana del baño, los capilares rotos en mis ojeras, las venas reventadas que que me teñían de rojo el blanco de los ojos y las marcas de dientes en los nudillos.

Recuerdo cuando mis padres se llevaron la báscula de casa. Cuando los médicos les dijeron que estaba prohibido que yo cerrase la puerta del baño bajo cualquier circunstancia y tener que mear, cagar, ducharme y lavarme los dientes sintiendo siempre al Gran Hermano encima.

Recuerdo querer morirme. Recuerdo la tristeza de no recordar como era la vida “antes”. Recuerdo la desolación al rendirme ante la idea de que nunca sería capaz de salir de aquello. De asumir que a lo mejor simplemente yo era así. De pensar que viviría y moriría vomitando porque ya no existía otra posibilidad para mí.

Estaba equivocada

Por suerte, a mis 28 puedo decir que la Elena de 18 se equivocaba. Es difícil salir de esa dinámica de mierda, sobre todo cuando empiezas tan joven que no conoces otra forma de hacer las cosas. Pero con mucho esfuerzo, se puede hacer. Cualquiera lo puede hacer.

Para mí la clave de ese proceso fue plantearme seriamente una pregunta que ha sido (y sigue siendo) esencial en mi recuperación, ¿quiero vivir o me voy a conformar con sobrevivir?. Así logré dejar de vomitar, que me dieran el alta y ganarme la suficiente confianza de mis padres como para que me dejaran irme a estudiar fuera y poco a poco empezar a construir mi vida.

Todo esto suena muy bonito, muy guay, muy a coaching de youtuber, pero si dijera que ese es un capítulo cerrado a cal y canto en mi pasado estaría mintiendo. Es cierto que conseguí dejar de vomitar, pero por dentro seguía siendo bulímica. Probablemente, lo seré siempre.

Eres como un alcohólico, si las cosas se tuercen, puedes volver a caer

Sé que puede sonar jodidamente deprimente, pero es mejor no verlo así. Es una cuestión de seguridad. Ha habido épocas en las que me he confiado, en las que he puesto la mano en el fuego porque yo nunca jamás volvería a caer en eso. Error. Nunca hay que dejar que el enemigo te pille desprevenido. Y, en este caso, el enemigo eres tú.

Hace unos cinco años perdí a dos seres queridos en cosa de un mes. No volví a vomitar, pero automaticamente dejé de comer. En un mes había perdido 10 kilos. En dos meses 15. En cinco ya no me bajaba la regla. Me medía la cintura 5 veces al día, la ambulancia tenía que venir a la universidad por mis bajadas de azúcar, lloraba en el supermercado porque toda la comida me daba miedo, contaba cada una de las calorías que ingería y siempre estaba muerta de frío.

No, no estaba vomitando, ¿pero cuál era la diferencia? Estaba jodida otra vez, porque en el fondo nunca había dejado de estarlo del todo.

La pregunta del millón, ¿qué cojones me pasa, por qué soy así?

Sé que en muchos casos los trastornos alimenticios empiezan en la adolescencia. En mi caso soy plenamente consciente de que, aunque hubo un punto concreto de mi vida en el que esto estalló y empecé a inducirme el vómito, se trata de un problema que he llevado a cuestas desde siempre.

Cuando tenía cuatro años ya recuerdo pensar que mi padre iba a avergonzarse de mí por ser gorda y que querría más a mi hermana por ser delgada. Con siete, sentada en el banquillo del polideportivo en clase de gimnasia fantaseaba con un cuchillo mágico con el que cortarme la grasa. Era una bomba de relojería que al llegar la adolescencia hizo pum.

Soy una tía muy privilegiada: en mi casa nunca faltó de nada, mis padres siempre me han querido y nunca me han faltado los amigos. Me sentía fatal por tener un problema que me había producido yo misma cuando había otras personas por ahí con vidas difíciles de verdad. Los psicólogos solo se habían centrado en tratar el síntoma, en que dejase de vomitar. No tenía forma de entender qué fallaba en mi cabeza.

Con los años descubrí que, aunque en ambos casos se trata de comportamientos humanos que la ciencia no ha alcanzado a entender del todo, tanto las adicciones como los trastornos alimenticios parecen tener un componente genético, una predisposición que hace que algunas personas simplemente hayamos nacido con más papeletas para ello.

Entendí también mientras asistía a una conferencia de Beto Preciado que, aunque en mi vida nunca hubiese habido un detonante clave que pudiese explicarlo todo, si que hubo desde la infancia una imposición social por ser femenina, lo cual se traduce en términos tangibles en tener éxito en lo que sea que hagas sin dejar de cuidar jamás el hecho de ser frágil, guapa y delgada, entre otras cosas. Puede que, simplemente, algunas seamos más susceptibles a esta presión que otras, ya desde niñas.

Tropezar no es recaer

La vida me ha enseñado que hay situaciones en las que el riesgo de recaída se dispara por las nubes. Cualquier hostiazo emocional mal gestionado puede llevarte de vuelta al pozo, pero wait, que quede clara una cosa: tropezar no es volver a caer.

No hay una fórmula mágica para curarse de la anorexia o de la bulimia de por vida (ojalá), pero si trabajamos cada puto día en ello, el día que tengamos un desliz, sabremos verle las orejas al lobo y activar la política guerra mucho antes de que las cosas se nos vuelvan a ir de las manos.

Tenemos que entender que los trastornos alimenticios nunca existen per se, son siempre síntoma de otra cosa. Son una forma de procesar nuestras emociones, de gestionar los sentimientos que no sabemos afrontar, de desconectarlos y de sentir el control sobre algo cuando sentimos que la vida a nuestro alrededor se nos escapa de las manos. Por eso, cuando te sientas gorda recuerda: gorda no es un sentimiento. Gorda se es o no se es, y si te sientes gorda, tienes que tener claro que eso es solo a forma de tu retorcida cabeza de procesar otro sentimiento de tristeza, impotencia o ansiedad a una forma palpable

Sigo en obras

Después de cerca de 10 años sin vomitar, todavía sigo teniendo un montón de paranoias y manías ridículas que casi nunca comparto por vergüenza de sonar como una loca.

Me sigo sintiendo culpable absolutamente siempre que como algo, si realmente pienso que me he pasado de la raya me toco con la mano detrás de la barbilla para comprobar que en los últimos 5 minutos no me haya salido papada, me rodeo la muñeca con el dedo índice y el pulgar para ver si ha crecido o me toco la parte alta del escote para ver si puedo notar mis costillas o no. Cuando salgo a tomar unas copas, nunca como nada, me martiriza pensar en las kcal extra que estoy sumando con el alcohol, e intento compensarlo así. Es estúpido, lo sé.

Mi forma de luchar contra las voces que me atormentan en mi cabeza es declararles la guerra. Si la comida me da miedo, aprendo a cocinar sano, rico, a disfrutar de ella todo lo que pueda. Si el deporte era en mi cabeza solo una forma de perder peso e intentar parecerme a esa belleza delicada y frágil que nos ha vendido la publicidad y el arte. Ahora hago deporte para sentirme fuerte, para sentir que mi cuerpo es mío. Si tengo ganas de quedarme encerrada en casa porque me siento gorda, fea y no quiero que me vea nadie, me obligo a ponerme mi mejor vestido y plantarme en esa fiesta.

Si la bulimia me da el coñazo, la mando callar.


El estigma se revienta hablando

Estoy hasta el coño de que la gente lleve los trastornos alimenticios en secreto como si fuese una vergüenza, por miedo a que les cuelguen el San Benito de “niña tonta que quería parecer modelo”.

No, no y no. Tenemos que hablarlo con naturalidad para cargarnos este puto estigma, para desmontar estas ideas preconcebidas de superficialidad y debilidad que hay al respecto de quienes hemos caído en ello, especialmente en el caso de la bulimia.

En el imaginario colectivo la anorexia está bastante mejor dibujada, pero la bulimia siempre se ha quedado en un segundo plano gris. La gente no sabe que normalmente las bulímicas solemos estar en un peso normal, o con un poco de sobrepeso, no se imaginan que una chica con aspecto sano y en absoluto delgada podría llevar años forzando sus órganos internos, o sufrir una bajada de potasio a causa de inducirse el vómito y tener un paro cardíaco.

Es normal, al fin y al cabo las propias bulímicas siempre nos hemos sentido anoréxicas de segunda. Las pros son las que son capaces de no comer, nosotras somos las que por falta de autocontrol tenemos que recurrir al vómito. Desde la bulimia la anorexia parece tener mucha más clase. Vomitar hasta que se te pudren los dientes no suena para nada elegante, la verdad.

Nos da rabia escuchar hablar a esas personas que, desde la ignorancia, piensan que hay que ser una pusilánime superficial y sin personalidad para acabar así. Pero demostrarles que se equivocan y que no somos débiles por caer, sino valientes por luchar por salir, está en nuestra mano.

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