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Amador Plata, el hombre que ponía nombre a todos los restaurantes de España

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Muere a los 71 años el gran nombrador de restaurantes del mundo dejando como legado nombres históricos como El Bulli de Ferran Adrià

Diego Álvarez Miguel

22 Febrero 2017 10:52

Cualquiera que en algún momento hubiese estado relacionado con el mundo de la hostelería había oído su nombre, aunque probablemente casi nadie hubiera podido reconocer su cara.

Se llamaba Amador Plata (1946 - 2017) y su tarea era la de ponerle nombre, uno a uno, a todos los restaurantes del país. Llevaba en el negocio cuarenta años. Y aunque antes de él había estado su padre, y antes de su padre había estado su abuelo, son muchos los que coinciden en asegurar que no ha habido nunca un talento como el de Amador.

Su tarea era la de ponerle nombre, uno a uno, a todos los restaurantes del país.



Decían de él que tenía la memoria más prodigiosa del mundo, que era capaz de decir por orden de apertura el nombre de todos los restaurantes de España, su CIF y marcar su número de teléfono sin dudar en una sola cifra. Podía preguntar por el nombre exacto del dueño y reconocer, a vista de memoria, detalles que incluso a un camarero experimentado se le escaparían.

Limpio y aseado, acunando un tono amable en la voz, una elegancia plástica en sus movimientos, Amador Plata prometía a cada hostelero un nombre genuino para su negocio, un concepto original y pegadizo para atraer a clientes como moscas, una marca totalmente auténtica y, sobre todo, prometía el éxito, siempre prometía el éxito, y siempre cumplía con lo que prometía.

Amplio conocedor de las virtudes del plato y el marketing, alfarero de la comida y la publicidad, el admirado Amador Plata combinaba su increíble memoria con su intuición para dar lugar a variaciones y juegos de palabras tan memorables y pegadizas que con el tiempo se han ido incorporando a la cultura popular de nuestro tiempo. El Celler de Can Roca por el amor al vino de los tres hermanos cocineros, DiverXO en honor a la cresta del chef Dabiz Muñoz o incluso El Bulli, de Ferran Adriá, cuyo nombre es tomado del bulldog francés que deambulaba por la casa antes que los cocineros, son solo unos ejemplos de su tremenda virtud y su ejercicio.

Puso nombre a El Bulli de Ferran Adriá, cuyo nombre es tomado del bulldog francés que deambulaba por la casa.



Cuarenta años acertando ininterrumpidamente, cuarenta años tocando la tecla perfecta, cuarenta años siendo el mejor nombrador del mundo, hasta que llegó aquel fatídico día ¡ay! y la costumbre, la dichosa costumbre a la gloria, se volvió a la vez trueno y tormento.

Aquella terrible jornada, Amador Plata se levantó a las once de la mañana, pues bien es sabido que ni los guapos ni los exitosos tienen que madrugar demasiado, y se puso a desayunar y a leer el periódico como hacía todos los días. Recibió una llamada, dos llamadas, tres llamadas. Recibió también un encargo. Un encargo sencillito: ponerle nombre a una taberna, a una neotaberna, con lo poco que eso estaba explotado todavía.

Comenzó la tarea preguntándole a su cliente por sus preferencias, sus gustos, colores, países, grupos de música... Después se encerró en soledad a rumiar toda la información y, finalmente, salió de su oficina con un nombre exquisito, ideal, fantástico, como precisamente cabía esperar.

Todos los involucrados estaban entusiasmados.

Amador Plata, satisfecho y entregado, caminó hacia el ordenador para introducir el nombre en su base de datos, tecleo con orgullo la palabra, presionó el botón de Aceptar (Amador Plata nunca presionaba el Enter, nunca utiliza shortcuts) y la máquina escupió un mensaje que nunca antes había escupido: Entrada ya existente.


La máquina escupió un mensaje que nunca antes había escupido: Entrada ya existente.



Amador comenzó a sudar como nunca lo había hecho. Sus manos empezaron a temblar. Los dientes le castañeaban. “Tiene que ser un error”, decía, “tiene que ser un error”. Se aflojó la corbata. Los zapatos. La ropa le apretaba. Los párpados le apretaban. La piel le apretaba. La oscuridad, de repente, le apretaba.

Click.

Amador Plata se despertó a las pocas horas en una cama comodísima de hospital. Le estaban haciendo pruebas, las mejores, pero todo apuntaba a que no era nada grave, solamente un ataque de ansiedad, nada preocupante. ¿Qué ha pasado, Amador? ¿Qué ha pasado?, le preguntaba todo el mundo. Y todo el mundo se conformaba con un «nada» por respuesta.

Un par de semanas después, nadie recordaba aquel suceso excepto Amador Plata que, desde aquel día, había visto cómo las cosas empeoraban, las palabras no salían de su boca tan lubricadas como antes, su proceso creativo sufría unos altibajos difíciles de explicar y, lo más preocupante de todo: su memoria había comenzado a fallar.

Amador Plata iba notando que cada vez le costaba más repasar los nombres que había dado a los restaurantes, las personas con las que había trabajado, los datos inútiles que había ido almacenando durante todos esos años. Como si el disco duro de su cabeza se hubiese llevado un golpe y ahora estuviese corrupto. Como si todos y cada uno de los elementos de su memoria tuviesen un pequeño error, una pequeña variación en sus metadatos, y aquello hiciera imposible descifrar su significado.

Amador Plata sufría muchísimo. Cualquiera diría que demasiado.


Su memoria había comenzado a fallar.



Un día decidió contárselo a su hija, y su hija, más acostumbrada a los problemas humanos, mucho más cerca de la tierra que su padre, quiso hacer todo lo posible por ayudarle. En un intento por apoyar la memoria en elementos visuales (había descubierto la técnica en un libro titulado “Entrena tu memoria”), recorrieron juntos todas las ciudades de España visitando todos los restaurantes a los que su padre había puesto nombre.

Tomados de la mano, memorizaban los nombres y a cada nombre le asignaban un elemento del paisaje, algún objeto del mobiliario urbano, algún animal autóctono de la zona.

Amador Plata decía «pájaro», y su hija simulaba que volaba sobre los bancos y los coches aparcados.

Amador Plata decía «cabina telefónica», y su hija simulaba que se quitaba la ropa del trabajo y se convertía en Superman.

Pasaron las semanas y Amador Plata, recorriendo los pueblos y ciudades de España con su hija, dijo «nube», dijo «luna», dijo «flor» (y todos los tipos que conocía), dijo «luz», dijo «sonrisa», dijo «vida».


Nunca se había visto a nadie tan feliz por decir una palabra.



Y aunque nada de todo aquello parecía mitigar su pérdida de memoria, nunca se había visto a nadie tan feliz por decir una palabra. Por mencionarla despacito, con la lengua meticulosa, como un pequeño descubrimiento, como un niño que estuviese aprendiendo a hablar a la velocidad de los cometas.

Y cuantas más palabras desconocía, cuantas más interpretaciones de su hija presenciaba como nuevas, más feliz era Amador Plata, más sonreía, más gritaba de júbilo y de dicha.

Y aunque cada vez conocía menos nombres, cada vez encontraba menos palabras, Amador Plata supo dejar para el final unas concretas que no había dicho nunca en toda su vida. Aquel hombre de palabras, aquel genio. Con lo fácil que es decirlas como un niño.

Amador Plata dijo entonces «Te quiero».

Y padre e hija se pusieron a llorar.

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