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“Me gustaba hacer daño a las mujeres. Mental, no físicamente”

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Se acaba de publicar el enigmático y polémico libro 'Diario de un ladrón de oxígeno' (Reservoir books), cuya autoría sigue siendo todavía hoy un misterio

Eudald Espluga

20 Junio 2017 06:01

Con esta confesión, que bordea eficazmente los límites de nuestra repugnancia para que su crueldad no nos impida seguir leyendo, empieza Diario de un ladrón de oxígeno.

Me gusta hacer daño a las mujeres. Mental, no físicamente. […] Me encantaba ver su cara de conmoción. Luego los ojos vidriosos cuando intentaban ocultar cuánto daño les estaba haciendo. Y era legal. Creo que acabé con varias. Me refiero a sus almas. Eran sus almas lo que me interesaba”.

Esta enigmática obra —pretendidamente autobiográfica— fue autopublicada de manera anónima en 2006 en Holanda. Su autor, que solamente ha querido presentarse bajo distintos pseudónimos, empezó distribuyendo él mismo el libro, vendiéndolo por las calles. También empezó una campaña para viralizarlo a través de Instagram que, junto con el éxito obtenido en las librerías donde había conseguido colocar el libro, fueron la semilla de su éxito posterior.


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Diez años después, Diario de un ladrón de oxígeno estaba entre las obras más vendidas en Amazon y iTunes. La incertidumbre acerca de su origen le había conferido un aura especial que difícilmente pueden conquistar los libros publicados por las grandes editoriales.

La exposición en primera persona de una misoginia tan extrema como autoconsciente resulta innegablemente fascinante: estamos ante el testimonio de quien se presenta como un pobre diablo que trata de cauterizar sus heridas y carencias infligiendo, en contraprestación, tanto daño como le sea posible. La historia se limita a presentar un inventario de los atropellos emocionales perpetrados por un directivo publicitario, primero en Londres y luego en Nueva York, así como sus consecuencias.

Más que una novela, el libro es un catálogo de horrores, la narración de una sucesión de abusos ejecutados en serie, siempre contra mujeres.

La opacidad intrigante del autor, la truculencia de sus hazañas, el desapego irónico de su tono: todo contribuía a que los receptores se prendieran y se horrorizaran por el libro a partes iguales, estableciendo con él un compromiso inusual.

Diario de un ladrón de oxígeno no se vendía ni se compraba, se traficaba.

Este fenómeno no debe sorprendernos. Convertido en ambiguo objeto de culto, su lectura tiene la virtud de generar cierto espíritu de comunión entre los lectores, pues como si de un rito sacrificial se tratara, entrar en él, y asomarse a lo abisal de su relato, implica participar de una transgresión común.

Por todo ello, sería fácil decir, como se dice de tantos libros, que Diario de un ladrón de oxígeno, más que lectores, busca cómplices.




Sin embargo, el libro no nos pide, en principio, ningún tipo de connivencia. Su demanda, por el contrario, es que seamos testigos. De hecho, tras la provocativa confesión inicial, el narrador nos tranquiliza:

Pero no os preocupéis, me llevé mi merecido. Por eso os lo estoy contando. Se hizo justicia. El equilibrio se ha restablecido”.

Situándonos en una especie de limbo homeostático, se nos sugiere que todo está perdonado, que temporalmente podemos suspender nuestro juicio, aparcar la moralidad y suprimir así la distancia que nos impide contemplar sus actos sin cargo de consciencia alguno.

Sin embargo, ¿hasta qué punto no se trata de una invitación tramposa a relajarnos, a sentarnos en el sillón y dejarnos alcanzar por esa figura seductora de la que, como el resto de presas, nos sentimos a salvo?

Él no quiere cómplices, quiere víctimas. Su relato es antropofágico: procede alimentándose de otras personas, de las almas que es capaz de devorar para ahogar su propio sufrimiento.

Y su método de caza, como él mismo detalla, estriba en un juego de espejos, en la construcción de un laberinto especular frente a la persona que tiene delante. En otras palabras: consiste en reflejar los anhelos e ideales de los demás, permitiendo que acaben embelesados con su propia imagen.

Dicen que en realidad el mar es negro y que simplemente se refleja en él el cielo azul. Lo mismo ocurría conmigo. Os permitía reflejaros en mis ojos.”

Como lectores, sufrimos una confusión semejante. Es fácil colocarse a la tranquilizadora distancia a la que nos relega el narrador, aceptar que las cuentas están saldadas e ir recogiendo los anzuelos que nos va lanzando a la hora de categorizarle tanto a él como a sus víctimas en tanto que personajes tóxicos unos, dependientes los otros.


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Pero esa presentación no hace otra cosa que soslayar lo escandaloso de lo narrado. Diario de un ladrón de oxígeno no debe leerse como la hisoria de una excepcionalidad andante, sino como una vivisección de nuestra masculinidad hegemónica.

Su protagonista no es un monstruo, un “asesino en serie” de almas sin par. No hay nada de singular en él, sino que se trata simplemente de un macho herido que aprovecha todos los recursos que nuestra cultura pública le ofrece para humillar, pisotear y someter a las mujeres que lo envuelven.

No hay descargo posible en el sufrimiento del narrador, ni tampoco en el hecho que finalmente hayan terminado por vengarse de él.

La desproporción entre el daño causado y el recibido, así como la existencia de mecanismos sociales que posibilitan el abuso sistemático de las mujeres, nos impiden que adoptemos esa posición cómodamente equidistante a la que nos apoltronamos en las primeras páginas.

Estamos ante un libro que problematiza la estructura psicológica de la dominación masculina, pero que lo hace desde el otro lado, desde lo alto de la jerarquía. La ambigüedad moral del relato conecta al narrador con Humbert Humbert o con las voces de los hombres repulsivos que registraba David Foster Wallace en sus relatos.

Por ello, tanto más problemático es que, superado el choque inicial (¡le gusta hacer daño a las mujeres!), acabemos por dar credibilidad a su voz y relativizemos el perverso juego que pone al descubierto. Porque no debemos olvidar que la dominación masculina, tal como la describe Bourdieu, es una estructura de relaciones de poder de la que participamos todos, no solo los abusadores.

La lectura de Diario de un ladrón de oxígeno nos hace conscientes de hasta qué punto transigimos con ese orden de cosas, y lo fácil que nos resulta negociar con el desequilibrio presente si alguien nos promete que se ha hecho justicia.

Da igual que ante nuestros ojos exhiban un inventario pornográfico de vejaciones, y que quien nos lo prometa el mismo agresor que confiesa no estar arrepentido: "se ha hecho justicia", nos repetimos, y seguimos leyendo.

Recordemos: "dicen que en realidad el mar es negro, y que simplemente se refleja en él el cielo azul. Lo mismo ocurría conmigo. Os permitía reflejaros en mis ojos".


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