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Artículo Él era muy feo, ella era tonta: juntos se vengaron de sus acosadores cabrones Lit

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Él era muy feo, ella era tonta: juntos se vengaron de sus acosadores cabrones

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Imagen: Ratiu Bia
 

Amélie Nothomb se pregunta por el sentido de la belleza en una sociedad empeñada en tachar de fealdad todo lo que se salga de los cánones

Luna Miguel

22 Marzo 2018 20:10

En el cuento clásico de Perrault, él era un príncipe horrendo y ella era una princesa hermosa. La contrapartida al aspecto físico de esos dos muchachos estaba en su inteligencia: aunque feísimo, los conocimientos del príncipe eran enormes, tanto que probablemente él fuera una de las personas más inteligentes del reino; y aunque bella como la estrellas, la princesa era sosa, desganada, estúpida, probablemente una de las personas menos interesantes del palacio.

Se lea la versión que se lea, la historia de Perrault acaba con gestos de grandeza: con un momento emotivo en el que la chica se enamora del chico haciéndole finalmente bello, y el chico se enamora de la chica haciéndola finalmente lista. Aunque el trasfondo pueda resultar muy peligroso por su trasfondo sexista —como si una mujer no pudiera ser inteligente por sí misma, o como si la belleza, la perfección y la capacidad de sólo se les exigiera a ellas— también es cierto que el cuento habla de algo mágico, y es de cómo la influencia y el cariño de otros individuos puede hacernos a nosotros mejores personas.

El clásico de Perrault, por cierto, se llama Riquete el del copete, un título extraño, ridículo y misterioso que la escritora Amélie Nothomb ha recuperado también para recrear la fábula en una novela corta que acaba de publicar Anagrama. El Riquete el del Copete de Nothomb, sin embargo, tiene algo en su trama y en sus personajes que le ha hecho convertirse en una historia más humana y ambiciosa. En su versión los protagonistas no son poderosos, ni tienen castillos, ni sufren sólo por un montón de fuerzas mágicas y siempre externas. Al contrario, aquí los personajes de Déodat y Tremière sólo resultan feos e idiotas a ojos de los demás, sólo sufren cuando los otros creen que deben sufrir y sólo triunfan cuando se encuentran el uno al otro y comprenden que las opiniones ajenas no importan.

Déodat y Tremière tampoco son príncipe y princesa. Él nació en una familia humilde y ella creció en casa de su abuela porque sus padres no querían hacerse cargo de un “bebé tonto”. Él creció entre burlas pero aprendió pronto a pasarlas por alto, y también a responder a otros niños que intentaban acosarle con una inteligencia que les dejaba sin palabras. Ella tuvo menos suerte, porque como dice Nothomb, las personas bellas son dignas de nuestra envidia y por lo tanto de nuestro profundo odio. Así que creció entre niños que le pegaban, que jugaban con ella como si fuera de goma, que le pateaban en el estómago y que le decían cosas crueles.

A pesar de los golpes, Tremière nunca tuvo moratones —esta metáfora de Nothomb nos ayuda a pensar que la pequeña hermosura era menos tonta de lo que sus padres creían, que su inteligencia residía en su capacidad para para ignorar la mediocridad moral de los otros— y Déodat nunca rechazó la idea de conseguir su sueño, el de convertirse en ornitólogo, o la de poder compartir su vida con un ser vivo que se pareciera más a un humano que a un pájaro.

Al contrario que el Príncipe y la Princesa del cuento, Déodat y Tremière no han tenido que cambiar su aspecto, ni su manera de ser, ni tampoco su manera de pensar para cumplir sus propósitos y ser felices. El verdadero logro de esta fábula, entonces, no es esa falsa alegría de ver a sus protagonistas alcanzar la belleza, sino una demostración por parte de Nothomb de que lo bello sólo existe en nuestra mirada.

No es la primera ves que Amélie Nothomb busca definir la belleza en su obra. Buena parte de sus personajes de ficción y también de aquellos que pueblan sus novelas autobiográficas transitan entre dos extremos: el del horror y el de la hermosura. Si en Diccionario de nombres propios la bailarina Plectrude sufría trastornos alimenticios por culpa de los estándares de belleza —y al final acababa reventándolos—, en Higiene del asesino el brillante escritor Prétextat Tach guardaba en realidad secretos nauseabundos. Por no hablar de la obsesión de Nothomb por esa cita de Oscar Wilde que asegura que “cada cual mata lo que ama”, una regla que la escritora belga cumplirá a rajatabla en casi todos sus libros, en los que lo que se ama es la belleza y lo que mata es la fealdad, o viceversa.

Leemos en las primeras cincuenta páginas de Riquete el del Copete que “la gente no es indiferente a la belleza extrema: la detesta a conciencia. A veces el muy feo puede despertar una ligera compasión; el muy guapo, en cambio, irrita sin piedad. La clave del éxito radica en una ligera belleza que no moleste a nadie”.

Pero por suerte esta novela breve y maravillosa contradice tal máxima.

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