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Por qué soy adicta a los programas de cocina

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Una marabunta de realities de televisión, documentales y series centradas en la comida me tiene enganchada, y no soy la única

Anna Freeman

19 Diciembre 2017 17:06

Algo raro me ha pasado. Me he vuelto una yonki de los shows culinarios.

Los gustos mutan y fluyen todo el tiempo, y para mí no es nada nuevo desarrollar una fijación efímera pero obsesiva hacia programas de televisión, películas, libros y productos de la cultura pop. Pero esta última obsesión mía me ha apresado y no hay signos de que me suelte. Hay algo en la fetichización casi pornográfica de la comida, y en la pretensión de elegancia y sofisticación culinaria, todo mezclado en un formato de telerrealidad, que me tiene enganchada a la pantalla de mi portátil (no soy ni tan siquiera lo suficientemente sofisticada para poseer una televisión en la que verlos, lo que me parece bastante irónico). Es escapismo en su mejor versión, y confort puro en su familiaridad.

Sin embargo, con esto no quiero decir que piense que todos los programas de cocina posen la virtud de la inteligencia y que no se deben criticar, sino todo lo contrario. Pienso en esos shows culinarios casi como un pecado culpable, como si secretamente me gustara The Big Bang Theory o Paramore. Existe, por supuesto, todo un rango dentro de los programas de cocina igual que en cualquier otro género, desde los documentales culinarios más cultos y pretenciosamente indulgentes como Chef’s Table de Netflix o el Rick Stein’s Long Weekends de la BBC, hasta los programas de telerrealidad más trash como Pesadilla en la Cocina de Gordon Ramsay o Worst Cooks in America, e incluso concursos y shows de término medio como MasterChef y Great British Bake Off. Pero creedme cuando digo: los he visto todos.

La fascinación cultural de la televisión que se centra en la comida y la cocina no es nada nuevo. Y aún así, la tendencia parece que se ha ramificado extensamente en todas las direcciones desde el boom de las plataformas de streaming. Una opinión tal vez resulte curiosa es la popularidad de los shows culinarios entre la gente joven. Recuerdo ver a la cocinera británica Delia Smith en la tele con mi madre cuando era más joven, una mujer ensacarinadamente dulce que, con toda honestidad, es la antítesis de lo ‘cool’. Pensad en una Martha Stewart con un doloroso acento de clase media británica. Esa fue mi primera impresión de la cocina televisada; mundana, provinciana, sin glamour. Adelantemos hasta el 2017 y aquello ahora es un caleidoscopio irreconocible de espumas oxidadas, veloutés de mariscos y chefs rockstars.

Chef’s Table es el perfecto ejemplo de la comida televisiva con una infusión de intelectualidad y unas notas de elitismo. Netflix ha diagnosticado de manera experta que existe un tendencia creciente entre los millennials de consumir televisión sobre gastronomía, usando sus herramientas de recogida de datos para identificar su esencia demográfica y fabricar una programación centrada en estos gustos ‘aspiracionales’. No es ningún secreto que la gente joven prefiere la comida y la bebida más estéticas, orgánicas, hipsterizadas, popularizadas en gran medida por la explosión de Instagram y los gurús del comer limpio. La comida, en sí misma, es una tendencia. De ahí que parezca la progresión natural que se acaben asimilando los platos “sin necesidad de filtros” de la cocina estilizada con la televisión de consumo.

Para mí, los documentales culinarios, en comparación con las competiciones-realities, alimentan mi deseo de grandeza, de exuberancia, de exceso. La comida ya no es solamente sustento, es arte, y en las manos de un maestro merece la atención crítica como cualquier pintura que está colgando en el Louvre. Me es imposible sacarme de la cabeza un capítulo de Chef’s Table: la historia del triestrellado chef Grant Achatz, cuya comida literamente flotante (como el globo de azúcar lleno de helio) no carece de magia culinaria, y junto con una historia personal de batallar todos los contratiempos contra el cáncer, el episodio es genial en su ejecución. Su director, David Gelb, es también responsable de hacer Jiro Dreams of Sushi, otro documental de culto de Netflix que sigue al maestro del sushi tokyota Sukiyabashi Jiro, de 85 años. Los directores como Gelb satisfacen hábilmente los apetitos de la audiencia por la maestría inalcanzable, por una buena historia de fondo y con protagonistas interesantes; lo que es el pilar de cualquier narrativa popular.

Luego también hay las infinitas competiciones televisadas que son bastante distintas de esto. Pongamos, por ejemplo, MasterChef. Cada semana, cocineros amateurs de andar por casa pelean los unos contra los otros y crean recetas y platos para jueces y críticos gastronómicos, trabajando codo con codo con algunos de los mejores chefs en sus cocinas para demostrar que son los mejores. Esto no es nada más que otro reality de televisión con un baño de sofistificación. Mientras que se reniega de shows como Gran Hermano o Factor X para mandarlos al cubo de la basura de la televisión consumista, los programas como MasterChef están permitidos, como si fuera el gemelo educado y culturizado de dos males. A pesar de todo, ambos operan con los mismo mecanismos. Está el drama, están las peleas entre concursantes, está poder ver cómo fracasan y los aplausos cuando remontan. Los expertos en televisión, los jueces y los aficionados que pueden ofrecer una opinión informada con los conocimientos necesarios que aquí no poseemos.

Lo más fundamental de los concursos de telerrealidad culinaria es su formato rígido. Cada episodio sigue una estructura formulaica, tanto que casi es posible predecir las palabras que saldrán de la boca de los jueces. Y todavía hay más, porque cada show culinario es más o menos igual que el otro en estructura, simplemente es distinto en sus contenidos. Pero en lugar de ser visto negativamente para los espectadores, esto juega en favor de los shows. Parece como si la repetición de la que tanto nos burlamos en otras formas de entretenimiento es lo que nos hiciera volver a por más. Miramos estos programas con el piloto automático mientras las mismas acciones tienen lugar una y otra vez frente nuestro. Resulta interesante aquel estudio británico de 2016 encontró que gastamos más tiempo mirando comida por la tele que cocinando. Así que tal vez en lugar de amar la cocina, o lo que es lo mismo, la comida, estos programas son solamente otra cara del tribalismo de la telerrealidad. Lo que debo admitir es algo desconcertante ya que me creía alguien que no es esclavo de las tendencias consumistas. Tal vez estaba equivocada.

Puedes leer el artículo original en inglés aquí

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